miércoles, 18 de agosto de 2010

ocho

Cuando estoy por decidirme a hundir mis pies en la primera boca calle aparecen dos voces un poco estridentes que me llaman desde atrás. Me invitan a acompañarlos. Son Miguel y su amigo, del cual no escucho el nombre pero tampoco pregunto. El amigo me ofrece cargarme en brazos hasta el otro lado. Me cruza con el agua pegándole en las rodillas. Miguel trae la camisa desabrochada y los zapatos en la mano. Es la cara del fracaso. Eso es algo que me resulta inexplicable. Esa gente que tiene su adentro todo para afuera, volcado hacia la gente que tiene que escucharlo a pesar suyo. Que lo habían despedido justo hace un momento y que hace una semana su novia no había vuelto a llamarlo. Yo no encuentro nada que decirle. Probablemente llevo esa cara desencajada con lengua afuera. No hay palabra alguna que lo vaya a desanimar en su relato así que su historia se convierte en seguida en un murmullo ajeno y lejano. Me invitan unos tacos en un barcito. En el camino se compran latas de cerveza que beben de un sorbo para terminarlas antes de la próxima tienda donde consiguen más recargas. Damos algunas vueltas por el malecón. Pronto ellos se libran de mí y yo de ellos.