domingo, 27 de febrero de 2011

dónde duermen los pensamientos

Mientras doy algunas vueltas en la cama los tipos se despiden una y otra vez. Se empiezan a alejar y apenas se dan vuelta para echarme el último vistazo deciden quedarse y se vuelven a sentar en el borde de mi cama. Yo ya conozco un poco el ritual y los dejo quedarse un rato más. Total ya se van. Los vuelvo a despedir por última vez. Esas despedidas interminables que no son definitivas, que son casi el preludio del próximo encuentro. Pero yo me creo que sí, que los estoy soltando como quien deja ir sin aferrar nada. Pero no hay congoja ni desaliento. Me los olvido rápidamente, como a los muertos ajenos. Estoy despierto.
Ayer, justo a las tres de la mañana me tocan la puerta. Despeinado me asomo por la ventana. Son todos ellos, ellos que despedí hace un par de noches nomás. Los tipos despiertos no paran de hablarme todos a la vez. La pucha. Saludo a regañadientes, qué corno hacen acá. Les lanzo varios bostezos esperando desanimarlos. Pero nada ché, se me empiezan a colar por debajo de la puerta y hasta uno me sigue hasta el baño. Se sienta en el borde de la bañadera a esperarme. Me vuelvo a la cama y me tapo dándoles la espalda.
A la mañana me despierto recordándolos vagamente. No tengo idea de a dónde se fueron y no recuerdo haber escuchado la puerta de entrada cerrarse tras ellos. Entonces empiezo a buscar un poco desesperado por toda la casa. Abro los cajones de la cocina, los roperos, corro bruscamente la cortina de la ducha, me tiro al piso revisando debajo de la cama. Ni rastro. Sé que en algún momento de esta semana o de la próxima, me los voy a volver a encontrar. De día solo tengo su recuerdo. Probablemente duerman mientras yo vigilo despierto. Duermen en el espacio de mi vigilia. Ese espacio que no llego a ver, pero que ha de tener a todos estos acurrucados en los rincones.

amigo mío

Amigo mío,
tengo tanta necesidad de tu amistad.
Tengo sed de un compañero que respete en mí,
por encima de los litigios de la razón,
el peregrino de aquel fuego.
A veces tengo necesidad de gustar por adelantado el calor prometido,
y descansar, más allá de mí mismo,
en esa cita que será la nuestra.
Hallo la paz.
Más allá de mis palabras torpes,
más allá de los razonamientos que me pueden engañar,
tú consideras en mí, simplemente al Hombre,
tú honras en mí al embajador de creencias,
de costumbres, de amores particulares.
Si difiero de ti, lejos de menoscabarte te engrandezco.
Me interrogas como se interroga al viajero,
Yo, que como todos, experimento la necesidad de ser reconocido,
me siento puro en ti y voy hacia ti.
Tengo necesidad de ir allí donde soy puro.
Jamás han sido mis fórmulas ni mis andanzas
las que te informaron acerca de lo que soy,
sino que la aceptación de quien soy te ha hecho
necesariamente indulgente para con esas andanzas y esas fórmulas.
Te estoy agradecido porque me recibes tal como soy.
¿Qué he de hacer con un amigo que me juzga?
Si todavía combato, combatiré un poco por ti.
Tengo necesidad de ti. Tengo necesidad de ayudarte a vivir.

Antoine De Saint-Exupéry

viernes, 25 de febrero de 2011

cosas que te pasan si estas vivo

Se te acaban las excusas
Se te vuelan los pájaros
Se te cae alguna certeza
Se te anudan las sombras
Se te ensucian los planes
Se te notan las arrugas
Se te olvida la suerte
Se te tuerce la sonrisa
Se te pierde el ombligo
Se te escapan los besos
Se te acaba el papel

sobre el hábito más necesario

Nos rendimos ante roles, autoridades y voces. Nos perdemos de vista adentro de uniformes de lo más variados, del mameluco hasta el más vistoso. Vestimos palabras y pensamientos ajenos y cuadrados, secos. No tenemos la menor idea de quienes somos la mayor parte del tiempo. Lo que somos se ajusta a normas absurdamente auto-impuestas y así vamos, con zapatos que nos apretujan la espontaneidad y la corbata ahorcándonos los sueños. Quizás nos vendría bien revolear este atuendo imposible un rato y estar un poco más desnudos (aunque sea en nuestra casa evitando escandalizar a los vecinos o terminar presos) Gozar por un ratito de tener plena autoridad sobre nosotros mismos y atenernos únicamente a lo que se nos da la gana. Hacer de la autenticidad un hábito obligado. Ser uno mismo y del todo. Sentarme de vez en cuando a escuchar lo que yo mismo tengo para decirme. Basta de vanidad y de afectación. De risas estrepitosas y plásticas. De mandatos inquebrantables. De amores a media maquina.

sobre toda esa gente que vale la pena.

La empatía es una destreza, una habilidad, una experiencia. Es la que nos hace emocionalmente inteligentes. En definitiva esa es la única inteligencia que puede tener valor o la única de la cual merece la pena jactarse. Las grandes cuentas matemáticas y las teorías pomposas e irretrucables no nos hacen más inteligentes. De última nos vuelven un gran matemático o un tremendo pedante, pero no más agudos o brillantes. Ponerme en los zapatos ajenos debe tener que ver con eso a lo que nos referimos cuando decimos que una persona es humana. El nivel de humanidad de alguien (o su bajo nivel de bestialidad) se mide siempre en referencia a todos los otros. Esos otros que a veces se nos vuelven una amenaza pero de los cuales no podemos prescindir a fuerza de que nuestra vida tenga algún sentido, si ha de tener alguno. Y no puedo relacionarme con el resto de los humanos más que humanamente. Suponiendo que son portadores de algún rasgo humanoide, esto es, que sienten, piensan, se duermen y se rascan igual que yo y no como lo haría un jabalí o algún extraño ser de un planeta aun desconocido. Y podemos hablar de soledad, de alegría, de sorpresa o de desconsuelo como sentimientos que son comunes a todos, más allá de la intensidad con la que cada uno pueda vivirlos. Somos inevitablemente empáticos. Casi en forma automática reconozco que el tipo que está parado junto a mí esperando el semáforo no es un picaporte o una lechuza. Es un tipo y no hay duda. Y lo sé porque si me pusiese por un segundo en su lugar sabría que cuando el semáforo se cambie a verde va a caminar moviendo primero un pie y después el otro, en vez de agitar sus brazos y hecharse a volar, o que si decide quedarse parado lo va a hacer sobre sus dos pies, o a lo sumo se sentará sobre el asfalto para inconveniente del pantalón de su traje. Pero si por un instante sintiera ganas de conocerlo, de invitarlo a tomar un café, tendría que sentarme a la mesa con la empatía bajo el brazo. Si quiero realmente conocer a alguien tengo que ponerme en su lugar para ver como siente lo que siente o piensa. De lo contrario dibujo una lista de lo que pienso que el tipo es y se la pego en la cara, asumiendo que todo lo que diga que no respete la enumeración que se me cantó adjudicarle es un rasgo de locura incomprensible, y ahí nomás dejo de escucharlo porque bien todos sabemos que a los locos no vale la pena hacerles caso. Es imposible entender al otro esperando que calze en la horma que dicta mi comodidad. El saldo de algo semejante: toda una serie de relaciones con sabor a poco y descartables a corto o largo plazo pero suprimibles al fin.
No siempre lo que el otro logra expresar es lo que siente y descubrir esa sutileza requiere de un poco más de esfuerzo empático. Los sentimientos que nos vuelven frágiles y revelan lo más miserable del cuartito ese del fondo donde guardamos lo vergonzoso y cobarde, se dicen de mil maneras pero nunca por su nombre. Se disfrazan de mil colores y se escapan a pesar nuestro. Gracias a la empatía el mundo sobrevive a semejantes descuidos. Las ofensas y las omisiones de cada día se perdonan y aceptan porque podemos salirnos de nosotros y entrar aunque sea por un instante en el mundo del de al lado. Me enfurece el maltrato del chofer del bondi. Lo maldigo seguramente un momento. Pero se lo perdono porque puedo sentarme en el asiento sudoroso de un bondi que baja por la avenida abarrotada de autos y gente furiosa, sometiéndose a eso para ganar un mango podrido.
Vivir exclusivamente para calzarme el pellejo ajeno es también de lo más insalubre y para nada recomendable. Pero la gente que probablemente valga la pena es la que merece el esfuerzo de vez en cuando.

domingo, 13 de febrero de 2011

Autónomos y responsables no inscriptos

Que mi libertad termina donde empieza la del otro. Eso nos enseñan, esa libertad de manual, libertad a contrapelo, formal y poco franca. Perorata complaciente que nos deja a todos a tientas. Y la otra que nos mira alzando los hombros. La libertad que no sabe de otros, esa que solo sabe de mi. Y empieza y termina justo cuando llega a la punta de mi nariz, o me hace reir por los pies. No existe más allá de mis orejas y se muestra en la espontaneidad de un estornudo o en un bostesazo. Somos nosotros los que la hacemos depender del resto, de lo que hacen o dejan de hacer. Y ella mientras desconociendo semejante empresa inútil. Paremos un cacho. El toque de queda no está allá afuera. No son los demás los que me dejan ser más o menos libre. Qué es eso. La libertad se nutre de uno mismo, de nuestras elecciones valientes y a plena luz. La intensidad de la experiencia surge de ese instante de arrojo. Ese en que nos miramos para adentro y nos animamos a quedarnos allí un buen rato.

martes, 1 de febrero de 2011

sobre todo eso que está afuera

Ese muro de defensa, esa barricada a cuestas, esa que llevas a todas partes y manejas de un modo tosco, golpeando todo a tu paso. Dejas tu riqueza en casa para salir al mundo. Un método de vida rústico que te aleja de los detalles, de las sutilezas de este mundo y de tu verdadero ser, de todo lo profundo, lo claro y cierto. La vida se vuelve como un viaje insensato, un acto de rebeldía ya a destiempo, una renuncia a medias, la petulancia guiándote los pasos. Nada de bohemias honorables, de elecciones auténticas, de vagancia escandalosa, de valentía que te llene el alma. Vocación para hacer lo que no te gusta. Para ser lo que te repele en los otros. Te peleas con otros mundos a los que entras haciéndote lugar a los empujonazos. El mundo enemigo. Cuánto encastillamiento obstinado, cuánta celosa resistencia. Qué cansancio inútil. Te sacudís todo el día esa mosca que te aturde, esa sensación de derrota por haber entrado a un orden que no querías o que no elegiste, lo cual es lo mismo.
Hay que hacer el viaje, ese que te lleva al otro lado de vos mismo, el viaje del todo. Lejos de la impureza de las concesiones, los arreglos y los compromisos. Dejar la ambigüedad de lo que desconocemos y volver a nosotros mismos, ahí donde habitan las pocas cosas necesarias. Si pudieras callar ese personaje con el que salís a la calle y que te hace la vida indescifrable. El silencio es frágil y es escaso. Pero lo dice todo. Entonces no hay retorno al egotismo que te ahoga a cada paso.
Hay que elegir el mundo que preferimos, solo a ese hay que darse, "y a ese darse a fondo, como cuando se nada, se duerme o se quiere".