viernes, 25 de febrero de 2011

sobre toda esa gente que vale la pena.

La empatía es una destreza, una habilidad, una experiencia. Es la que nos hace emocionalmente inteligentes. En definitiva esa es la única inteligencia que puede tener valor o la única de la cual merece la pena jactarse. Las grandes cuentas matemáticas y las teorías pomposas e irretrucables no nos hacen más inteligentes. De última nos vuelven un gran matemático o un tremendo pedante, pero no más agudos o brillantes. Ponerme en los zapatos ajenos debe tener que ver con eso a lo que nos referimos cuando decimos que una persona es humana. El nivel de humanidad de alguien (o su bajo nivel de bestialidad) se mide siempre en referencia a todos los otros. Esos otros que a veces se nos vuelven una amenaza pero de los cuales no podemos prescindir a fuerza de que nuestra vida tenga algún sentido, si ha de tener alguno. Y no puedo relacionarme con el resto de los humanos más que humanamente. Suponiendo que son portadores de algún rasgo humanoide, esto es, que sienten, piensan, se duermen y se rascan igual que yo y no como lo haría un jabalí o algún extraño ser de un planeta aun desconocido. Y podemos hablar de soledad, de alegría, de sorpresa o de desconsuelo como sentimientos que son comunes a todos, más allá de la intensidad con la que cada uno pueda vivirlos. Somos inevitablemente empáticos. Casi en forma automática reconozco que el tipo que está parado junto a mí esperando el semáforo no es un picaporte o una lechuza. Es un tipo y no hay duda. Y lo sé porque si me pusiese por un segundo en su lugar sabría que cuando el semáforo se cambie a verde va a caminar moviendo primero un pie y después el otro, en vez de agitar sus brazos y hecharse a volar, o que si decide quedarse parado lo va a hacer sobre sus dos pies, o a lo sumo se sentará sobre el asfalto para inconveniente del pantalón de su traje. Pero si por un instante sintiera ganas de conocerlo, de invitarlo a tomar un café, tendría que sentarme a la mesa con la empatía bajo el brazo. Si quiero realmente conocer a alguien tengo que ponerme en su lugar para ver como siente lo que siente o piensa. De lo contrario dibujo una lista de lo que pienso que el tipo es y se la pego en la cara, asumiendo que todo lo que diga que no respete la enumeración que se me cantó adjudicarle es un rasgo de locura incomprensible, y ahí nomás dejo de escucharlo porque bien todos sabemos que a los locos no vale la pena hacerles caso. Es imposible entender al otro esperando que calze en la horma que dicta mi comodidad. El saldo de algo semejante: toda una serie de relaciones con sabor a poco y descartables a corto o largo plazo pero suprimibles al fin.
No siempre lo que el otro logra expresar es lo que siente y descubrir esa sutileza requiere de un poco más de esfuerzo empático. Los sentimientos que nos vuelven frágiles y revelan lo más miserable del cuartito ese del fondo donde guardamos lo vergonzoso y cobarde, se dicen de mil maneras pero nunca por su nombre. Se disfrazan de mil colores y se escapan a pesar nuestro. Gracias a la empatía el mundo sobrevive a semejantes descuidos. Las ofensas y las omisiones de cada día se perdonan y aceptan porque podemos salirnos de nosotros y entrar aunque sea por un instante en el mundo del de al lado. Me enfurece el maltrato del chofer del bondi. Lo maldigo seguramente un momento. Pero se lo perdono porque puedo sentarme en el asiento sudoroso de un bondi que baja por la avenida abarrotada de autos y gente furiosa, sometiéndose a eso para ganar un mango podrido.
Vivir exclusivamente para calzarme el pellejo ajeno es también de lo más insalubre y para nada recomendable. Pero la gente que probablemente valga la pena es la que merece el esfuerzo de vez en cuando.

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