miércoles, 26 de enero de 2011

sobre la grandilocuencia

Escucho al mundo jactarse de enormes esfuerzos, derrochando autocompasión hasta el hastío. El mundo que ya no tiene vergüenza. Qué no sabés lo que me rompo el lomo trabajando, que no sabés lo que me "deslomo". Ese complejo de burro de carga me asquea. No sé para qué existen los privilegios si el que más recibe sin esfuerzo tiene la boca rebalsando de queja. Imagino al minero allá bien adentro, o bien abajo, cascando la piedra interminable con sonrisa burlona. Qué nos pasa que no vemos nada alrededor, ni más allá, más adentro, o bien abajo. Ceguera in crescendum.
"Pero vos no sabés lo que ser el del medio, el más grande o el único". Para cada cual una adornadísima justificación por la puta suerte que le ha tocado en este mundo. Nos separamos del resto y nos creemos dignos de un consuelo desmedido y eterno. Como si pudiésemos alterar algo como eso. El pasto verde del vecino tampoco esta exento de yuyos.
"Que no soy genial" Y... no. Unos pocos y por suerte que si no el mundo estalla de pedantería. La contracara de esto no es menos despreciable: una falsa modestia disfrazada de humildad.
El encierro es tal que ya no miramos a los ojos. El otro es un espejo imposible. Vivimos para ser importantes, envueltos en comparaciones poco criteriosas y de lo más estúpidas. Hablamos incansables acerca de los otros, lo que hacen, tienen, dicen, callan, para aliviar ese disconformismo crónico. Los otros hacen lo mismo, claro. Rotulamos incansablemente. Tenemos la estantería repleta de gente, esa amenaza cotidiana. Que este es así o el otro asá. Y todo es como yo lo digo. Yo. ¿Quién? Se pregunta el minero que ya se corrió la máscara para secarse la risa.
Y la vida que mientras se va. Se va.

martes, 25 de enero de 2011

Dedicatoria

A los que se vuelven pompas de jabón irrompibles
a los que se ensucian con gusto
a las pocas cosas necesarias
a las certidumbres desilusionadas
a los olores sin edad
a esa juventud cargada de infinito
a los que se caen del papel
a las risas desmedidas
a las despedidas inconclusas
a los que aman sin tiempo ni espacio
a los pájaros de grandes ojos azules
a los oídos sordos
a los llantos de mudo
a los sobre abiertos
a los goles de media cancha
a los semáforos rosas
a los silencios compartidos
a los viajes atemporales
a los que silban bajito
a los miedos a plena luz
a la vaguedad imprescindible
a los que se arremangan del todo
a los dedos sigilosos
a la cercanía cotidiana
a los turulatos
a las manos minuciosas
a la credulidad entusiasta



a los abrazos a tiempo