domingo, 14 de noviembre de 2010

nueve

Unos días atrás, en el DF, me compré un vestido que iba a acompañar unos zapatos muy altos que antes de salir de viaje me sorprendí a mí misma agregando a mi valija. Mi venida a México fue por trabajo. Aprovechando el viaje decidí tomarme unos días más e ir a alguna playa. No sabía que terminaría en Vallarta. El día antes de viajar hasta aquí saqué un boleto al azar sin saber a dónde llegaría ni dónde podría hospedarme. Subida al avión sentí un miedo nuevo. Viajé sola antes, pero esta vez se sintió distinto. No era tanto el miedo a la incertidumbre, a no saber cómo llegaría del aeropuerto hasta el hotel que no había reservado. Era más bien un miedo a dejarme atrás y saltar por encima mío. A recortarme del mundo y lanzarme lejos, allí donde ya casi no pudiese verme, donde me incorporara de a poco e irreconocible empezase a caminar, hasta desaparecer de mi vista. Volverme una mujer que camina. Había empezado un viaje que terminaría mucho más tarde, muchos después de mi vuelta a Buenos Aires. Es que a veces sencillamente no hay retorno, no hay camino de regreso a la persona que dijimos ser antes, a los proyectos que creímos irrevocables, ni amores, amores que la noche y el encanto sobrevivan. Solo queda eso, ese aprender a ser todo de nuevo. Desarmado todo hay que recoger los pedazos que se desprenden a cada paso y volver a pegárnoslos a manotazos. Rompecabezas imposibles.

Mudismo in crescendo

Discurso del Oso

Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de silencio, los tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños.

Creo que me estiman porque mi pelo mantiene limpios los conductos, incesantemente corro por los tubos y nada me gusta más que pasar de piso en piso resbalando por los caños. A veces saco una pata por la canilla y la muchacha del tercero grita que se ha quemado, o gruño a la altura del horno del segundo y la cocinera Guillermina se queja de que el aire tira mal. De noche ando callado, y es cuando más ligero ando, me asomo al techo por la chimenea para ver si la luna baila arriba, y me dejo resbalar como el viento hasta las calderas del sótano. Y en verano nado de noche en la cisterna picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una mano, después con la otra, después con las dos juntas, y eso me produce una grandísima alegría.

Entonces resbalo por todos los caños de la casa, gruñendo contento, y los matrimonios se agitan en sus camas y deploran la instalación de las tuberías. Algunos encienden la luz y escriben un papelito para acordarse de protestar cuando vean al portero. Yo busco la canilla que siempre queda abierta en algún piso; por allí saco la nariz y miro la oscuridad de las habitaciones donde viven esos seres que no pueden andar por los caños, y les tengo algo de lástima al verlos tan torpes y grandes, al oír como roncan y sueñan en voz alta, y están tan solos. Cuando de mañana se lavan la cara, les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy, vagamente seguro de haber hecho bien.

Julio Cortázar en alguna de sus cartas a María...

Palabras mudas

Estoy llena de palabras mudas. Empiezo a sospechar que más que palabras son sensaciones. Eso es lo que pasa cuando me pierdo en la poesía, esa que justifica el lenguaje entero y, por momentos, la vida también. Leer a los grandes enmudece por completo. No porque no haya nada para decir. Lo hay, pero no sale así nomás, como quien relata una anécdota ya repetida o revolea un insulto en la calle. Es casi imposible seguir leyendo sin entregarse, ver el mundo por un momento con sus ojos, experimientando sus propias reflexiones como propias, odiándolos a cada rato por la facilidad con que ordenan las palabras casi con descuido, diciéndolo todo en una sola frase. Y eso no es nada. Los detesto más al pensar que ellos viven esa poesía desde el desayuno hasta la última luz. No les queda otra que vérselas con el mundo de una manera trágica, conviviendo a cada paso con la belleza.

lunes, 25 de octubre de 2010

Sobre la exaltación de la simpatía

Condenamos caras largas de sonrisas invertidas. Condenamos las pocas palabras, el trato austero. Nos indignamos cuando somos atendidos por el empleado que desconoce su tarea o por aquel otro que arrastra los pies y se toma su tiempo (que nunca es el nuestro, claro) Y el desengaño es mayor cuando recibimos estas reacciones en respuesta a nuestra simpatía, esa con la que entramos esbozando una sonrisa cuadrada que busca encontrarse con otra sonrisa, igual de cuadrada. Es entonces que nos viene el despecho. La herida está abierta y nos habilita para todo tipo de antipatías, maltratos y fervientes deseos de hacer sentir al otro que está allí para servirnos. Esto se torna en seguida en una lucha ególatra. Una auténtica pérdida de tiempo. Pero esto no tiene nada que ver con la ausencia de amabilidad o alguna de esas otras cosas virtuosas y respetables. ¿En nombre de quien nos indignamos de una forma tan estúpida? No buscamos ser amables, comparecer con el otro. Buscamos otra cosa, ¿aprobación? Si no resultamos portadores de alguna gracia nos tornamos invisibles. Seguimos adelante, "déme un kilo de batata", expidiendo cierta desconfianza, ese desdén propio de los intercambios monetarios. Ya no somos ese simpaticón que creíamos ser. Ahora somos seres ávidos de soluciones sin más.
Ni hablar de la empatía. Ponerse en lugar del otro. Calzarse el mismo uniforme y barajar un millar de variables que desconocemos. Reconocer al humano al que le plantaron un mostrador enfrente. Intuimos que como ya no sabe saltar por encima se lo lleva a todas partes. Sale de noche con el mostrador a cuestas y entretiene a sus amigos con desopilantes historias que suceden, claro, detrás del mostrador. Mostrador, qué término. ¿Vos quién eras? Ah cierto, el hombre del MOSTRADOR. Y frente a él nos sentimos superiores. Salimos a la calle hasta satisfechos, con una nueva anécdota para contar sobre este pobre diablo que mostró su desgano a nosotros que somos tan espléndidos, de simpáticos mirá. Pobres diablos, si entendiéramos por un instante que el mostrador no estaría allí si no fuese para que nosotros nos apoyemos en él, hagamos alardes de simpatía y nos convirtamos, por momentos, en seres despreciables.
Propongo sacarnos las sonrisas geométricas conservando la amabilidad y el respeto. La simpatía es otra cosa. Es un atributo digno que por sobrevalorado está desdibujado. Todo el mundo cree poder ser simpático. He aquí el gran descubrimiento: no todos disponemos de esa cualidad. Más bien unos pocos. Se cree que la simpatía es una carta a jugar a la primera, apostando todo en la primera ronda, sin siquiera ver quién está sentado en la mesa. Si no sale ahí, de súbito, al primer vistazo, paf, nada.
Tal vez si alguna vez dejáramos de ser tan simpáticos nos volveríamos bastante más graciosos, o al menos más auténticos y gentiles.

martes, 28 de septiembre de 2010

vivir

Qué quiero hacer con mi vida. Esa fue la pregunta que él me hizo. Hacer con mi vida. Confieso que lo que más me asustó no fue el hecho de que, de pronto, la vida sea susceptible de recibir la forma que a mi se me antoje, sino la parte de que yo tengo que querer hacer eso. Bien hubiese querido decirle que de hacer algo con la vida me gustaría vivirla nomás. Pero siendo que algo semejante está mal visto en este mundo, éste de ahora, me di por perdida. El entonces respiró hondo otra vez, aliviado.

miércoles, 18 de agosto de 2010

ocho

Cuando estoy por decidirme a hundir mis pies en la primera boca calle aparecen dos voces un poco estridentes que me llaman desde atrás. Me invitan a acompañarlos. Son Miguel y su amigo, del cual no escucho el nombre pero tampoco pregunto. El amigo me ofrece cargarme en brazos hasta el otro lado. Me cruza con el agua pegándole en las rodillas. Miguel trae la camisa desabrochada y los zapatos en la mano. Es la cara del fracaso. Eso es algo que me resulta inexplicable. Esa gente que tiene su adentro todo para afuera, volcado hacia la gente que tiene que escucharlo a pesar suyo. Que lo habían despedido justo hace un momento y que hace una semana su novia no había vuelto a llamarlo. Yo no encuentro nada que decirle. Probablemente llevo esa cara desencajada con lengua afuera. No hay palabra alguna que lo vaya a desanimar en su relato así que su historia se convierte en seguida en un murmullo ajeno y lejano. Me invitan unos tacos en un barcito. En el camino se compran latas de cerveza que beben de un sorbo para terminarlas antes de la próxima tienda donde consiguen más recargas. Damos algunas vueltas por el malecón. Pronto ellos se libran de mí y yo de ellos.

domingo, 25 de julio de 2010

siete

Es de día aún pero la noche comienza a apagarse en todo el pueblo. En la oscuridad de mi cuarto, donde escucho los gritos de los mexicanos que tengo por vecinos, espero a que la lluvia pare. Bajo como puedo hasta la recepción. Al parecer estos apagones son de lo más comunes. Las calles están oscuras de punta a punta. Y en ellas bajan ríos de agua turbia y taxis apurados. El hotel de al lado es el único iluminado y el ruido del enorme generador que lo mantiene despierto se escucha desde la puerta de mi hotel, donde el mozo de la mañana y yo vemos a una rata perderse por un agujero en la vereda. Cruzo la reja y salgo a la oscuridad de Vallarta, ahora algo más fresca y siempre cálida. Ya no llueve, al menos no de arriba.

martes, 13 de julio de 2010

seis

Vuelvo rápido al mar. La sequedad desaparece. El agua me atraviesa por completo. Me disuelve y me pierde en el reflejo que platea el mar. Entonces el agua deja de moverme. Soy yo la que me muevo y muevo ahora al mar entero. Lo arrastro conmigo y lo hundo en la arena bajo mis pies. Lo piso hasta que el mar, entero bajo mis dedos, me hace subir y me lanza por encima de las olas. El mar es un bosque de ramas que se abrazan en la desnudez más silenciosa. Naufraga e inconclusa me desarmo en la orilla. Busco un libro que traje, lo leo con descuido perdiéndome de tanto en tanto entre las olas.

Cuando el sol se abre rozando el mar, miro hacia Puerto Vallarta que escondida bajo la lluvia me observa y decido volver. Me voy alejando. No doy la vuelta ni una sola vez. Camino con paso cerrado, pisando fuerte la arena. Temo que aquello enturbie lo que ha de suceder después. Quizás la experiencia de saberse así, en la existencia, así nomás y sin remedio, solo se da una vez en la vida. ¿Acaso sería posible vivir solo existiendo? No lo creo. En ese instante debo haber muerto y debo haber despertado otra vez. Esta vez, en la mitad de un sueño.

Cuando bajo del camión compro un helado que no puedo comer porque junto en el instante en que salgo a la ruta, el cielo se desarma en esas gotas gordas de las lluvias caribeñas. Camino sin resguardo. Esta lluvia que me lava la sal seguramente esté lanzándose con los brazos estirados hasta bien adentro de la tierra. Camino lento, arrastrándome con el olor salado de la lluvia, hasta la ducha de mi cuarto donde el agua tibia se mezcla con la que no deja de abatirse afuera.

la mesa del desencuentro

No sabía mucho qué iba a decirle. La verdad es que quedó tan perpleja al darse cuenta de cuánto había olvidado apenas lo vio que cuando quiso esbozar algún sonido se quedó mirándolo, esperando que él desparramara ese silencio incómodo. Y así fue. En medio de una convulsión de palabras, donde cada una apuraba a la siguiente y la empujaba a un abismal enredo, él inició su relato. Ella seguía mirándolo, siguiendo el hilo por si él le hacía alguna pregunta repentina, recorriéndole mientras el cuello…. Es que le era tan familiar. Cuando él finalmente se detuvo ella corrió en busca de alguna idea y encontró alguna pregunta, poco audaz, pero estuvo bien. Mientras le miraba el seño y a la hermana la habían trasladado a no se que otra parte, le pescó una vez más ese hoyuelo justo abajo del ojo. Claro que la hermana tenía miedo de que se le pasara el arroz, pero si cuenta solo treinta y cuatro, y frunciendo la boca en un “que va a ser”, ella le recorrió la expresión hasta ver que su piel estaba libre de las marcas adolescentes de entonces. Lo vio más grande. Y cuando la puesta a punto en cuestiones familiares se iba agotando ella ya se sentía un tanto desvalida. Pues sentía que no eran sino dos fantasmas sentados uno junto al otro, sabiendo que esa noche se irían de allí arrastrándose como tales, que ese encuentro no cambiaría nada y entonces el temblequeo en la voz fue irremediable. Hubiese querido arremangarse el fantasma y hablarle pero se contuvo. Solo brotaron algunos espasmos equívocos donde escaseó un poco la franqueza. Quería poder salir y dejarlo allí para siempre, correr incansable. Pero ella era solo un fantasma, igual que él y entonces se encogió de hombros y se quedó, en medio de silencios de sonrisas nerviosas muy poco reconfortantes. No había caso, ella había ido en busca de amor, era un fantasma encantado que llevaba lo inconveniente y desmedido de su amor bajo un brazo. Era un fantasma desbordado de pasión y de desconsuelo también. En un adiós casi pueril se fue serpenteando por las calles. Enceguecida por las luces llevó su cuerpo inerme muy lejos de allí, a mil noches lejos de esa mesa del desencuentro, donde la ligereza de lo que estaba bien le acarició un poco el alma.

domingo, 11 de julio de 2010

cinco

Paso más de una hora flotando en el agua. Desde allí viajo hasta Puerto Escondido. A la mismísima bahía de Carrisalillo donde el Pacifico hace una pausa, desarma su violencia y parece volverse un poco más benévolo. Entre las plantas que enmarcan la arena hay una posada. Apoyado sobre la barra abierta a la playa veo un hombre, un extranjero latinizado de sal. Desde atrás de la barra sale un chico corriendo y tras él su madre con otro en los brazos. Casi irreconocible, mi nórdica desparrama la arena con sus pies descalzos, algo menos jóvenes, blancos y redondos, pero aún con paso franco y avasallante persiguiendo al niño. El los mira sin mirarlos, hundiéndose en el mar, con el codo sobre la barra, acomodándose para esperarlos a que vuelvan. Yo me acomodo cerca de la posada a esperar también.
Ya entrada la tarde, regresa seguida de esos pequeños albinos y se ríe fuerte al contarle una anécdota al hombre de piel salada y parafina. Su perfecto acento mejicano contrasta con sus labios finos y apenas rosados. El se ríe junto a ella, tirando de las manos de uno de los niños que le trepan por la espalda. Ella se desplaza liviana, ya sin miedo deja atrás esa noche que encadenaba su soñar. Vaciada de anhelos respira ahora este aire pesado que le adormece el recuerdo. La sé tan libre que no necesito ya contarle a nadie de su sonrisa fina y apretada, de sus niños rubísimos o del alemán de la barra que le corre el pelo de la frente sin escucharle ni una sola palabra. Mi nórdica, absuelta de lágrimas y mañanas agrias, se mezcla ahora con el olor picante que viene desde la cocina y con prisa pone sobre mi mesa de patas de arena, un par de quesadillas con frijoles.
Es en ese momento que, ya cansada de arrastrarme con las olas, siento un hambre infernal y corro hasta el puesto más cercano. La salsa de mi comida esta bien picante. No hay agua suficiente en toda esa playa para apagar el ardor de mi paladar. Pronto el ardor se convierte en una sed desmedida, de esas que ya no tienen remedio. El mozo se rie de mí con otro que está tras la barra. Es que mis ojos disparan lágrimas y mi boca luce una hinchazón descomunal.

miércoles, 7 de julio de 2010

cuatro

Temprano en la mañana, muy temprano siento ese sol tímido que anuncia que apenas amaneció. Es tan temprano que me visto con descuido para bajar rápido a tomar el desayuno. La recepcionista lleva unos pantalones blancos bien ajustados, unas plataformas altísimas y su barriga prensada bajo un cinturón con una enorme C. Toma un café con sus amigas en unas de las mesas junto a la recepción y, de vez en cuando, las tres me sonríen de pasada. Le pregunto al mozo por una buena playa mientras termina de acomodar los manteles floreados de hule sobre las mesitas que rodean la fuente de la planta baja. Al rato vuelve con mis tostadas y un mapa muy ajustado en el que se despliega la bahía. Me señala algunas muy cercanas, donde la música es buena y donde aparentemente él pasa la mayor parte de sus ratos libres. Yo le marco otras que están pasando el aeropuerto. Me indica dónde queda la parada del camión sin dejar de recomendarme la mermelada que es de fresa.
Le digo al chofer que voy hasta Nueva Vallarta, en busca de una buena playa y el asiente con indiferencia. Sentada a mitad del camión siento la ligereza de un día de vacaciones que se va haciendo a cada momento. El camión anda largo rato antes de que el chofer grite el nombre de mi destino. La playa es larga y algo angosta, fuertemente custodiada por grandes hoteles del tipo “all inclusive”. Empiezo a caminar por caminar, hasta cansarme y querer meterme al mar. Las sombrillas que bajo pequeñas palmeras hacen fila en la arena están vacías. Solo algunas están ocupadas por alguna pareja mayor y rubia. Quiero encontrar algún lugar donde vendan algo para tomar por si me agarra sed. Despliego mi pareo junto a una de las sombrillas de un complejo y me apuro hasta el mar. Hay algunas olas no muy grandes y el agua esta revuelta y tibia.

sobre máscaras y paracaídas

No sale de la cama sin antes acomodarse la máscara que se le desencajó un poco durante el sueño. En realidad como hoy no cree que va a salir de casa la deja apoyada con descuido sobre la mesa de luz. Se lava los ojos tristes y también los dientes. Deambula pesado por la casa, arrastrando los pies y el ánimo y todo un paracaídas aplastado de ilusiones e ideas maravillosas. Suena el timbre. ¿Quién será? Corre con sus pasos que suenan fuerte sobre el piso que a duras penas lo aguanta hasta la mesa de luz donde dejó la máscara. Se la acomoda ya de memoria y baja a abrir. Y siempre esas ganas de volver a la soledad de la cara lavada, donde sale lo real, todo eso que apretuja en sonrisas ajustadas y se le escapa en chistes poco atinados o más bien muy poco graciosos. Es que la máscara nunca calza del todo, el elástico que te corta al medio las orejas, los agujeros de los ojos despeinándote las pestañas y mostrándote un mundo imposible, Qué decir del calor de la cara aplastada contra el plástico, como para no querer volver corriendo a casa y no ponérsela por varios días. Y solo en la soledad más sola, a veces canta sin darse cuenta, se sacude lo gris dando algunos saltos y crea con sus ojos una imagen más amable de esta realidad a la que solo asoma disfrazando la angustia. Justo hoy encontró una de esas narices con anteojos y bigote incorporados, para variar un poco nomás.

viernes, 2 de julio de 2010

martes, 29 de junio de 2010

tres

    En las playas de Vallarta tienen la costumbre de llevar la gente volando por el aire. Atados a un parapente que se les incrusta en la entrepierna, persiguen a una lancha que da la misma vuelta por el mar unas cuantas veces al día. Desde la playa se puede observar las piernas rebalsantes de las turistas nórdicas que luchando con un arnés demasiado pequeño, no ven la hora de liberarse de esas tiras que les nublan los ojos cuando quisieran poder deleitarse con tan apretujado avistaje aéreo.
   Recorro el pueblo haciendo un reconocimiento del lugar como si fuera un barrio nuevo, tratando de ubicarme pronto para hacerlo mío. Paso junto a la catedral pero no entro. Quiero encontrar un bodegón que encierre todo lo mexicano que pueda haber. Los locales de comida se ofrecen todos muy turísticos. Me aventuro entonces con unos tacos que vende un carro en la calle. Esas tortillas y todas las consecuencias que puedan traer a mi cuerpo recién llegado son, sin duda, mi entrada de lleno a estas tierras aztecas.
   Antes de que me agarrare la lluvia vuelvo a mi hotel. Me quito el cansancio bajo una ducha helada. Sin comer, me quedo dormida apenas oscurece.  

jueves, 24 de junio de 2010

volver la vida un sueño

Mi ciudad se volvió infinita. Las calles, incontable. Camino tal como corren los días, cargando un instrumento sin principio ni fin donde no puede tocarse ninguna música. En una ciudad demasiado grande, solo encuentro un amor demasiado bello, uno que no puedo amar.

Necesito teclas que empiecen y terminen, donde pueda tocar toda la música. Una ciudad que tenga un horizonte y entonces albergue solo las almas que allí tengan lugar. Un amor que este al final de mis ojos y pueda amar de infinitas maneras.

Y de vuelta el dedito golpeándome el hombro. Ese sueño que busca su lugar, ese lugar cerrado que soy yo, ese espacio que termina. Y entre esta orilla y la otra la vida se vuelve inmensa. Sólo ahí dónde cabe en una mano se hace infinita.

Volver la vida un sueño.

dos

Cuando cruzo la puerta del aeropuerto siento que la pesadez del calor del mar me da otra vez confianza. Tengo la necesidad de pelearme con los taxistas que a la salida ya hace tiempo que no admiten el regateo y se apilan todos bajo un pequeño toldo que en grandes letras establece que 230 pesos, ni un peso más, ni un peso menos, es lo que todos, sin chistar, tenemos que pagar. Por doscientos me sube uno. Le pregunto por un hotel que sea barato y que esté bien ubicado.

El me lleva hasta La Misión. Baja mi valija apurado y tirando de los billetes que tengo en la mano se sube rápido al auto como un fugitivo. La verdad es que no tengo tiempo de buscar uno más barato y solo me importa la ubicación. Quiero estar cerca de la ruta y del puerto. Lo de cerca de la ruta está claro, la playa vaya uno a saber a cuánto queda. Arrastro mi valija por la escalera. Tres pisos. La cama tiene sábanas blancas, qué alivio. Enseguida me cambio y salgo apurada hasta el mar sin mirar el resto del lugar. Seguramente es más de lo que esperaba encontrar.

Bajo hasta la recepción donde una mujer me pregunta insistente cuántas noches voy a quedarme. Yo no tengo la menor idea así que le dibujo en el aire un número cualquiera y salgo a la calle liviana. Camino por el malecón hasta el final. Los vendedores me persiguen, muchos de ellos, y para mi sorpresa, hablándome en inglés. No llevo dinero. Sigo rumbo a un grupo de gente un tanto apiñada en la playa, al final. En medio de un sin fin de parejas me siento lo suficientemente protegida como para dejar mis cosas y correr al agua. Tras un rato de flotar en medio de un montón de hombres que me tornan invisible decido que es tiempo de terminar mi libro. Solo veinte páginas de un final que se revela irremediable. El la va a dejar. Como un cobarde. Es que él se vuelve insignificante cada vez que ella lo atropella con su franqueza y con su cuerpo blanquísimo, joven y redondo. Bajo un sol que me marea lo veo correr como un chico a sacar otro boleto, cualquiera, el primer colectivo que salga. Siento cómo, sentado en ese asiento de la desvergüenza, se le frunce la cara contra el vidrio. Tan ensimismado el infeliz ni siquiera puede pensar en ella que al volver de comprar el agua para el viaje, se desarmará sobre su valija a llorar lágrimas de esas que encierran el desconsulo entero. Ella tampoco me simpatiza. La imagino desabrida y hasta algo inmune. En su condición de nórdica probablemente acumuló mucho calor en todos esos inviernos. Un olor archivado que se mezcla ahora con el jabón del hotel donde él ya ha decidido dejarla aún sin saberlo que lo hará hasta veinte páginas más tarde. Pero así y todo, sin ningún pliegue misterioso, desplegando un hedor incomprensible, blanco y nórdico, redonda y repleta de inviernos semestrales, quiero redimirla. Y a eso me dedico el resto de la tarde.

vida part-time

Escucho el ruido inconfundible del camión de la basura que frena en la esquina. Queda confirmada su presencia por el sonido que hace cuando compacta las bolsas de basura. Dos hombres allí abajo están trabajando. El camión se aleja y ellos corren trás él. Trato de imaginarlos ya de madrugada dejando su uniforme, saliendo de nuevo a la calle con esa luz eléctrica que un poco encandila cuando ya está amaneciendo. Y los imagino no tanto por lo interesante, aventurera o inverosímil que pueda imaginar la vida de alguien, sino más bien como una buena manera de detener el tiempo o tratar de empatizar, desde esta, la isla solitaria que soy, con el resto de la humanidad circundante. Dejar de pasar de largo y de prisa.

Gente que trabaja, que se emplea para gastar su sueldo en una vida que desconozco o abarrotarlo escondiendo billetes en algún libro viejo. Están por todas partes. Me los cruzo a cada rato. Veo al chino de mi cuadra salir al medio día por la puertita de la reja que cubre la entrada del mercadito y alejarse apurado con ese tranco rapidito y corto de zapato chico. No me queda duda que ahí nomás terminó de ser el almacenero de “el chino” y probablemente se siente en una pequeña mesa con su familia a tomar alguna sopa en un departamento céntrico que huele a indescifrables especies orientales. El mantel de la mesa es floreado, sin dudas.

Ese mismo medio día, en lo del dermatólogo que atiende en el tercero, la recepcionista apurada agarra su cartera y abrigo, y se despide de su compañera que llega a sentarse en la silla alta y giratoria adentrando con dedo índice la última miga que le queda en la comisura, esa del sándwich que compró abajo y deglutió en el ascensor. La que se va le señala las historias médicas que están apiladas sobre el escritorio. Le toca el próximo turno a Marcelo Sánchez, edad: 47, dirección: no figura ninguna; síntomas: excemas, comezón imposible; causas: camarones y recurrentes desamores. Marcelo también trabaja. Turno mañana, provincial número 6, Tres de Febrero, profesor de físico-química. Le toca cuidar el patio de doce y cuarto a una y media. Apenas toca el timbre, guarda las monedas para el bondi con las que viene jugando hace un buen rato, se acomoda el portafolio bajo el brazo y sale caminando erguido hacia delante. Otro trabajador que llega a su casa a ser simplemente Marcelo, nadie lo espera y la casa está oscura porque al salir no levantó las persianas.

A todos ellos los veo entrar o salir, o al menos imagino que pueden sentir ese olor a calle y transporte público que solo se siente cuando uno llega a casa después de trabajar.

Hay otros también, los trabajadores sin remedio, los siempre de turno, de asistencia perfecta, nunca enfermos, siempre uniformados. Entre ellos veo a un grupo de azafatas que arrastrando sus valijitas se saltean las colas de inmigración desde donde las estoy mirando. Salen todas impecables, con el pelo tenso y las polleras de tiro alto, los tacos y el rouge siempre intacto. Tengo serias dudas de que estas mujeres vayan a alguna otra parte donde les espere alguna otra vida. Sospecho que al salir por esa puerta vuelven a entrar por alguna otra pero sin dejar de ser nunca azafatas. Imaginarlas tomando un café en la mesa de al lado, descuidando su labor allá arriba, vistiendo cara lavada y zapatillas me cuesta bastante…

miércoles, 2 de junio de 2010

Uno

Recorro varias veces los tornillos que emparchan las alas hasta las turbinas que queman el paisaje allá abajo. Juraría que están apagadas si no fuese por el enorme rugido desvencijado que se filtra por la ventanilla garabateada desde donde puedo sentirlas. Me como todos los cacahuates que me ofrecen y los de el señor que junto a mí lleva las manos sudadas de agarrarse tan fuerte a los apoyabrazos. Parece querer sentarse más de la cuenta.

Me reconozco suspendida en el aire, bajo la aterradora conciencia de saberme a miles de metros de altura, envuelta en un traje de lata. Puedo sentir la pequeñez de mi existencia atada bajo un cinturón absolutamente inútil. Pero no estoy sola en esto. Formo parte de una humanidad insólita, la misma que se sumerge en los océanos o lucha contra el viento turbio de los desiertos y se lanza, de brazos y bruces abiertos desde un noveno piso –hasta una pileta-. Soy el ser humano que vive más allá de sí mismo, arrojado en un mundo con el que se enfrenta a cada instante, llevado por los sueños propios de un niño. Eso somos, una humanidad de pequeñas almas de astronautas y superhéroes. Me siento valiente por un rato y solo hasta el aterrizaje, en ese instante en que el avión rebota contra el suelo y frena con violencia.

Esperando que mi equipaje asome por la cinta siento la mirada insidiosa de un hombre que tomando de la mano a un niño me sigue. Se le escapa algo promiscuo por la comisura de los labios y tiene los párpados tensos, cargados de palabras obscenas que dispara alzando una y otra vez una ceja. Yo le mascullo un “¡qué miras!” acompañado de un latigazo de pera. Pero no hay caso. En vez de desalentarlo, mi enojo le arranca una sonrisa lasciva y entonces me mezclo rápido entre la gente.

río de piedra

Camino en una casa de silencios,
de naufragios
de palabras inconclusas.
Me aferro a sonidos
a manos secas.
Me alimento de desiertos
o me escondo,
cerrando los ojos,
del resto del mundo.

Qué es lo que voy a hacer,
voy a correr por la noche.
Mirando de cuando en cuando a las ramas
recortándose en un cielo
vacío de estrellas,
perdiéndome en el bosque de esos árboles
que de no abrazarse se sueñan
que se inventan
a través del claro.

En la arena clarea la luna.
luz seca y lúgubre,
opaca,
sedienta.
Veo ojos que encierran la vida entera
y también
también encierran toda la playa.
Algunos me dijeron que son solo granos de arena
pero yo los vi brillar miles de veces…

Del otro lado de la mañana
me espera la noche,
y esas sombras que duermen en los ojos,
que vigilan desde los pliegues de los párpados.
Sombras imborrables,
sombras como piedras
que duermen en el pecho.
Eso es,
el pecho vuelto un río de piedra.

cuento viejo

Antes las nubes de la noche descansaban sobre el pueblo buscando el calor de la gente. Pero ellas también se habían ido. Se fueron siguiendo a la gente, dejando la tierra bañada de grietas secas. Parecía que ya solo llovía tierra. O la gente se fue tratando de alcanzar a las nubes que huían dejando un frío irremediable, o tal vez fue al revez, ya no recuerdo.

El asunto es que mi patrón se había quedado. Yo era muy débil como para dejarlo y también me quedé. Desde que quedamos solos nunca más hablo. Jamás supe si era de pura indiferencia o porque ya entonces no tenía excusas para ofrecerme a cambio de mi compañía. Y sin embargo me quedé. Había pasado más de un año desde que el último vecino se había alejado sin despedirse.

Poco a poco fuimos refugiándonos cada vez más dentro de la casa. Desde mi ventana podía ver como se ocultaba la luna tras los cerros. Y cuando aquel pedazo de cielo se vaciaba de estrellas sentía como entraba esa luz algo fúnebre que tiene el amanecer. Durante el día solo se oía cómo avanzaba lentamente la noche, y finalmente otra vez las estrellas sobre el cielo negro. Dormía de noche o de día indistintamente. No podría decir que la vida era aburrida pues los días ya no se median con esos parámetros. Había simplemente días y más días, que no empezaban ni terminaban jamás. De nada valía contar las horas, y esperar el atardecer se había vuelto algo absurdo. Todo era un eterno tedio del que ninguno de los dos podríamos escapar, y en el permaneceríamos varios años. O al menos así estaba escrito.

Un amanecer se me ocurrió matar al viejo. Pero pronto desistí. Su ausencia no cambiaría en absoluto esta historia. Mejor era contener las ganas por el solo hecho de tener ganas de algo.

Pero pronto esas ganas también se apagaron. Fue entonces cuando decidí dejarme morir. Pero el otro no me dejaba. No mi patrón sino el otro. Él me había condenado a morir lentamente, agonizando sobre el suelo seco y había planeado ya varias páginas para semejante acontecimiento, bastante intrascendente claro: un peoncito bien muerto en una tierra desierta en la que nadie sabría de él jamás. Ya me había usado de soldado anónimo que moría en el primer párrafo de su obra anterior. Sus promesas de protagonismo me llevaron a interpretar este personaje esta vez. Pero seguía siendo un muerto cualquiera, un muerto sin nombre ni historia. No esperaba ser un héroe ni nada parecido. Pero al menos algún diálogo en el que se escuchara mi voz, ni siquiera eso. Desde el comienzo del cuento me condenaba a un pueblo fantasma del cual solo me libraría la muerte inevitable de la sequía. Tétrico. Me mantuvo mudo desde el principio. Yo solo pensaba sus pensamientos. Pero eso podía hacerlo el solito sin que yo estuviera ahí para nada. Daba igual si su interlocutor era yo o el viejo o la luna. Y entonces un día simplemente me di por muerto, justo ahí cuando yo quise.

Cuando desperté me colgaban unas trenzas largas y rubias. Enseguida me presentaron a uno vestido de conejo que sería mi amigo en un país maravilloso. Esto si que pintaba mucho mejor. Lo de las trenzas no me convenció mucho al principio pero poco a poco me fui acostumbrando...