domingo, 14 de noviembre de 2010

nueve

Unos días atrás, en el DF, me compré un vestido que iba a acompañar unos zapatos muy altos que antes de salir de viaje me sorprendí a mí misma agregando a mi valija. Mi venida a México fue por trabajo. Aprovechando el viaje decidí tomarme unos días más e ir a alguna playa. No sabía que terminaría en Vallarta. El día antes de viajar hasta aquí saqué un boleto al azar sin saber a dónde llegaría ni dónde podría hospedarme. Subida al avión sentí un miedo nuevo. Viajé sola antes, pero esta vez se sintió distinto. No era tanto el miedo a la incertidumbre, a no saber cómo llegaría del aeropuerto hasta el hotel que no había reservado. Era más bien un miedo a dejarme atrás y saltar por encima mío. A recortarme del mundo y lanzarme lejos, allí donde ya casi no pudiese verme, donde me incorporara de a poco e irreconocible empezase a caminar, hasta desaparecer de mi vista. Volverme una mujer que camina. Había empezado un viaje que terminaría mucho más tarde, muchos después de mi vuelta a Buenos Aires. Es que a veces sencillamente no hay retorno, no hay camino de regreso a la persona que dijimos ser antes, a los proyectos que creímos irrevocables, ni amores, amores que la noche y el encanto sobrevivan. Solo queda eso, ese aprender a ser todo de nuevo. Desarmado todo hay que recoger los pedazos que se desprenden a cada paso y volver a pegárnoslos a manotazos. Rompecabezas imposibles.

Mudismo in crescendo

Discurso del Oso

Soy el oso de los caños de la casa, subo por los caños en las horas de silencio, los tubos de agua caliente, de la calefacción, del aire fresco, voy por los tubos de departamento en departamento y soy el oso que va por los caños.

Creo que me estiman porque mi pelo mantiene limpios los conductos, incesantemente corro por los tubos y nada me gusta más que pasar de piso en piso resbalando por los caños. A veces saco una pata por la canilla y la muchacha del tercero grita que se ha quemado, o gruño a la altura del horno del segundo y la cocinera Guillermina se queja de que el aire tira mal. De noche ando callado, y es cuando más ligero ando, me asomo al techo por la chimenea para ver si la luna baila arriba, y me dejo resbalar como el viento hasta las calderas del sótano. Y en verano nado de noche en la cisterna picoteada de estrellas, me lavo la cara primero con una mano, después con la otra, después con las dos juntas, y eso me produce una grandísima alegría.

Entonces resbalo por todos los caños de la casa, gruñendo contento, y los matrimonios se agitan en sus camas y deploran la instalación de las tuberías. Algunos encienden la luz y escriben un papelito para acordarse de protestar cuando vean al portero. Yo busco la canilla que siempre queda abierta en algún piso; por allí saco la nariz y miro la oscuridad de las habitaciones donde viven esos seres que no pueden andar por los caños, y les tengo algo de lástima al verlos tan torpes y grandes, al oír como roncan y sueñan en voz alta, y están tan solos. Cuando de mañana se lavan la cara, les acaricio las mejillas, les lamo la nariz y me voy, vagamente seguro de haber hecho bien.

Julio Cortázar en alguna de sus cartas a María...

Palabras mudas

Estoy llena de palabras mudas. Empiezo a sospechar que más que palabras son sensaciones. Eso es lo que pasa cuando me pierdo en la poesía, esa que justifica el lenguaje entero y, por momentos, la vida también. Leer a los grandes enmudece por completo. No porque no haya nada para decir. Lo hay, pero no sale así nomás, como quien relata una anécdota ya repetida o revolea un insulto en la calle. Es casi imposible seguir leyendo sin entregarse, ver el mundo por un momento con sus ojos, experimientando sus propias reflexiones como propias, odiándolos a cada rato por la facilidad con que ordenan las palabras casi con descuido, diciéndolo todo en una sola frase. Y eso no es nada. Los detesto más al pensar que ellos viven esa poesía desde el desayuno hasta la última luz. No les queda otra que vérselas con el mundo de una manera trágica, conviviendo a cada paso con la belleza.