lunes, 25 de octubre de 2010

Sobre la exaltación de la simpatía

Condenamos caras largas de sonrisas invertidas. Condenamos las pocas palabras, el trato austero. Nos indignamos cuando somos atendidos por el empleado que desconoce su tarea o por aquel otro que arrastra los pies y se toma su tiempo (que nunca es el nuestro, claro) Y el desengaño es mayor cuando recibimos estas reacciones en respuesta a nuestra simpatía, esa con la que entramos esbozando una sonrisa cuadrada que busca encontrarse con otra sonrisa, igual de cuadrada. Es entonces que nos viene el despecho. La herida está abierta y nos habilita para todo tipo de antipatías, maltratos y fervientes deseos de hacer sentir al otro que está allí para servirnos. Esto se torna en seguida en una lucha ególatra. Una auténtica pérdida de tiempo. Pero esto no tiene nada que ver con la ausencia de amabilidad o alguna de esas otras cosas virtuosas y respetables. ¿En nombre de quien nos indignamos de una forma tan estúpida? No buscamos ser amables, comparecer con el otro. Buscamos otra cosa, ¿aprobación? Si no resultamos portadores de alguna gracia nos tornamos invisibles. Seguimos adelante, "déme un kilo de batata", expidiendo cierta desconfianza, ese desdén propio de los intercambios monetarios. Ya no somos ese simpaticón que creíamos ser. Ahora somos seres ávidos de soluciones sin más.
Ni hablar de la empatía. Ponerse en lugar del otro. Calzarse el mismo uniforme y barajar un millar de variables que desconocemos. Reconocer al humano al que le plantaron un mostrador enfrente. Intuimos que como ya no sabe saltar por encima se lo lleva a todas partes. Sale de noche con el mostrador a cuestas y entretiene a sus amigos con desopilantes historias que suceden, claro, detrás del mostrador. Mostrador, qué término. ¿Vos quién eras? Ah cierto, el hombre del MOSTRADOR. Y frente a él nos sentimos superiores. Salimos a la calle hasta satisfechos, con una nueva anécdota para contar sobre este pobre diablo que mostró su desgano a nosotros que somos tan espléndidos, de simpáticos mirá. Pobres diablos, si entendiéramos por un instante que el mostrador no estaría allí si no fuese para que nosotros nos apoyemos en él, hagamos alardes de simpatía y nos convirtamos, por momentos, en seres despreciables.
Propongo sacarnos las sonrisas geométricas conservando la amabilidad y el respeto. La simpatía es otra cosa. Es un atributo digno que por sobrevalorado está desdibujado. Todo el mundo cree poder ser simpático. He aquí el gran descubrimiento: no todos disponemos de esa cualidad. Más bien unos pocos. Se cree que la simpatía es una carta a jugar a la primera, apostando todo en la primera ronda, sin siquiera ver quién está sentado en la mesa. Si no sale ahí, de súbito, al primer vistazo, paf, nada.
Tal vez si alguna vez dejáramos de ser tan simpáticos nos volveríamos bastante más graciosos, o al menos más auténticos y gentiles.