martes, 29 de junio de 2010
tres
jueves, 24 de junio de 2010
volver la vida un sueño
Mi ciudad se volvió infinita. Las calles, incontable. Camino tal como corren los días, cargando un instrumento sin principio ni fin donde no puede tocarse ninguna música. En una ciudad demasiado grande, solo encuentro un amor demasiado bello, uno que no puedo amar.
Necesito teclas que empiecen y terminen, donde pueda tocar toda la música. Una ciudad que tenga un horizonte y entonces albergue solo las almas que allí tengan lugar. Un amor que este al final de mis ojos y pueda amar de infinitas maneras.
Y de vuelta el dedito golpeándome
Volver la vida un sueño.
dos
Cuando cruzo la puerta del aeropuerto siento que la pesadez del calor del mar me da otra vez confianza. Tengo la necesidad de pelearme con los taxistas que a la salida ya hace tiempo que no admiten el regateo y se apilan todos bajo un pequeño toldo que en grandes letras establece que 230 pesos, ni un peso más, ni un peso menos, es lo que todos, sin chistar, tenemos que pagar. Por doscientos me sube uno. Le pregunto por un hotel que sea barato y que esté bien ubicado.
El me lleva hasta
Bajo hasta la recepción donde una mujer me pregunta insistente cuántas noches voy a quedarme. Yo no tengo la menor idea así que le dibujo en el aire un número cualquiera y salgo a la calle liviana. Camino por el malecón hasta el final. Los vendedores me persiguen, muchos de ellos, y para mi sorpresa, hablándome en inglés. No llevo dinero. Sigo rumbo a un grupo de gente un tanto apiñada en la playa, al final. En medio de un sin fin de parejas me siento lo suficientemente protegida como para dejar mis cosas y correr al agua. Tras un rato de flotar en medio de un montón de hombres que me tornan invisible decido que es tiempo de terminar mi libro. Solo veinte páginas de un final que se revela irremediable. El la va a dejar. Como un cobarde. Es que él se vuelve insignificante cada vez que ella lo atropella con su franqueza y con su cuerpo blanquísimo, joven y redondo. Bajo un sol que me marea lo veo correr como un chico a sacar otro boleto, cualquiera, el primer colectivo que salga. Siento cómo, sentado en ese asiento de la desvergüenza, se le frunce la cara contra el vidrio. Tan ensimismado el infeliz ni siquiera puede pensar en ella que al volver de comprar el agua para el viaje, se desarmará sobre su valija a llorar lágrimas de esas que encierran el desconsulo entero. Ella tampoco me simpatiza. La imagino desabrida y hasta algo inmune. En su condición de nórdica probablemente acumuló mucho calor en todos esos inviernos. Un olor archivado que se mezcla ahora con el jabón del hotel donde él ya ha decidido dejarla aún sin saberlo que lo hará hasta veinte páginas más tarde. Pero así y todo, sin ningún pliegue misterioso, desplegando un hedor incomprensible, blanco y nórdico, redonda y repleta de inviernos semestrales, quiero redimirla. Y a eso me dedico el resto de la tarde.
vida part-time
Escucho el ruido inconfundible del camión de la basura que frena en
Gente que trabaja, que se emplea para gastar su sueldo en una vida que desconozco o abarrotarlo escondiendo billetes en algún libro viejo. Están por todas partes. Me los cruzo a cada rato. Veo al chino de mi cuadra salir al medio día por la puertita de la reja que cubre la entrada del mercadito y alejarse apurado con ese tranco rapidito y corto de zapato chico. No me queda duda que ahí nomás terminó de ser el almacenero de “el chino” y probablemente se siente en una pequeña mesa con su familia a tomar alguna sopa en un departamento céntrico que huele a indescifrables especies orientales. El mantel de la mesa es floreado, sin dudas.
Ese mismo medio día, en lo del dermatólogo que atiende en el tercero, la recepcionista apurada agarra su cartera y abrigo, y se despide de su compañera que llega a sentarse en la silla alta y giratoria adentrando con dedo índice la última miga que le queda en la comisura, esa del sándwich que compró abajo y deglutió en el ascensor. La que se va le señala las historias médicas que están apiladas sobre el escritorio. Le toca el próximo turno a Marcelo Sánchez, edad: 47, dirección: no figura ninguna; síntomas: excemas, comezón imposible; causas: camarones y recurrentes desamores. Marcelo también trabaja. Turno mañana, provincial número 6, Tres de Febrero, profesor de físico-química. Le toca cuidar el patio de doce y cuarto a una y media. Apenas toca el timbre, guarda las monedas para el bondi con las que viene jugando hace un buen rato, se acomoda el portafolio bajo el brazo y sale caminando erguido hacia delante. Otro trabajador que llega a su casa a ser simplemente Marcelo, nadie lo espera y la casa está oscura porque al salir no levantó las persianas.
A todos ellos los veo entrar o salir, o al menos imagino que pueden sentir ese olor a calle y transporte público que solo se siente cuando uno llega a casa después de trabajar.
Hay otros también, los trabajadores sin remedio, los siempre de turno, de asistencia perfecta, nunca enfermos, siempre uniformados. Entre ellos veo a un grupo de azafatas que arrastrando sus valijitas se saltean las colas de inmigración desde donde las estoy mirando. Salen todas impecables, con el pelo tenso y las polleras de tiro alto, los tacos y el rouge siempre intacto. Tengo serias dudas de que estas mujeres vayan a alguna otra parte donde les espere alguna otra vida. Sospecho que al salir por esa puerta vuelven a entrar por alguna otra pero sin dejar de ser nunca azafatas. Imaginarlas tomando un café en la mesa de al lado, descuidando su labor allá arriba, vistiendo cara lavada y zapatillas me cuesta bastante…
miércoles, 2 de junio de 2010
Uno
Recorro varias veces los tornillos que emparchan las alas hasta las turbinas que queman el paisaje allá abajo. Juraría que están apagadas si no fuese por el enorme rugido desvencijado que se filtra por la ventanilla garabateada desde donde puedo sentirlas. Me como todos los cacahuates que me ofrecen y los de el señor que junto a mí lleva las manos sudadas de agarrarse tan fuerte a los apoyabrazos. Parece querer sentarse más de la cuenta.
Me reconozco suspendida en el aire, bajo la aterradora conciencia de saberme a miles de metros de altura, envuelta en un traje de lata. Puedo sentir la pequeñez de mi existencia atada bajo un cinturón absolutamente inútil. Pero no estoy sola en esto. Formo parte de una humanidad insólita, la misma que se sumerge en los océanos o lucha contra el viento turbio de los desiertos y se lanza, de brazos y bruces abiertos desde un noveno piso –hasta una pileta-. Soy el ser humano que vive más allá de sí mismo, arrojado en un mundo con el que se enfrenta a cada instante, llevado por los sueños propios de un niño. Eso somos, una humanidad de pequeñas almas de astronautas y superhéroes. Me siento valiente por un rato y solo hasta el aterrizaje, en ese instante en que el avión rebota contra el suelo y frena con violencia.
Esperando que mi equipaje asome por la cinta siento la mirada insidiosa de un hombre que tomando de la mano a un niño me sigue. Se le escapa algo promiscuo por la comisura de los labios y tiene los párpados tensos, cargados de palabras obscenas que dispara alzando una y otra vez una ceja. Yo le mascullo un “¡qué miras!” acompañado de un latigazo de pera. Pero no hay caso. En vez de desalentarlo, mi enojo le arranca una sonrisa lasciva y entonces me mezclo rápido entre la gente.
río de piedra
cuento viejo
Antes las nubes de la noche descansaban sobre el pueblo buscando el calor de
El asunto es que mi patrón se había quedado. Yo era muy débil como para dejarlo y también me quedé. Desde que quedamos solos nunca más hablo. Jamás supe si era de pura indiferencia o porque ya entonces no tenía excusas para ofrecerme a cambio de mi compañía. Y sin embargo me quedé. Había pasado más de un año desde que el último vecino se había alejado sin despedirse.
Poco a poco fuimos refugiándonos cada vez más dentro de
Un amanecer se me ocurrió matar al viejo. Pero pronto desistí. Su ausencia no cambiaría en absoluto esta historia. Mejor era contener las ganas por el solo hecho de tener ganas de algo.
Pero pronto esas ganas también se apagaron. Fue entonces cuando decidí dejarme morir. Pero el otro no me dejaba. No mi patrón sino el otro. Él me había condenado a morir lentamente, agonizando sobre el suelo seco y había planeado ya varias páginas para semejante acontecimiento, bastante intrascendente claro: un peoncito bien muerto en una tierra desierta en la que nadie sabría de él jamás. Ya me había usado de soldado anónimo que moría en el primer párrafo de su obra anterior. Sus promesas de protagonismo me llevaron a interpretar este personaje esta vez. Pero seguía siendo un muerto cualquiera, un muerto sin nombre ni historia. No esperaba ser un héroe ni nada parecido. Pero al menos algún diálogo en el que se escuchara mi voz, ni siquiera eso. Desde el comienzo del cuento me condenaba a un pueblo fantasma del cual solo me libraría la muerte inevitable de
Cuando desperté me colgaban unas trenzas largas y rubias. Enseguida me presentaron a uno vestido de conejo que sería mi amigo en un país maravilloso. Esto si que pintaba mucho mejor. Lo de las trenzas no me convenció mucho al principio pero poco a poco me fui acostumbrando...