martes, 29 de junio de 2010

tres

    En las playas de Vallarta tienen la costumbre de llevar la gente volando por el aire. Atados a un parapente que se les incrusta en la entrepierna, persiguen a una lancha que da la misma vuelta por el mar unas cuantas veces al día. Desde la playa se puede observar las piernas rebalsantes de las turistas nórdicas que luchando con un arnés demasiado pequeño, no ven la hora de liberarse de esas tiras que les nublan los ojos cuando quisieran poder deleitarse con tan apretujado avistaje aéreo.
   Recorro el pueblo haciendo un reconocimiento del lugar como si fuera un barrio nuevo, tratando de ubicarme pronto para hacerlo mío. Paso junto a la catedral pero no entro. Quiero encontrar un bodegón que encierre todo lo mexicano que pueda haber. Los locales de comida se ofrecen todos muy turísticos. Me aventuro entonces con unos tacos que vende un carro en la calle. Esas tortillas y todas las consecuencias que puedan traer a mi cuerpo recién llegado son, sin duda, mi entrada de lleno a estas tierras aztecas.
   Antes de que me agarrare la lluvia vuelvo a mi hotel. Me quito el cansancio bajo una ducha helada. Sin comer, me quedo dormida apenas oscurece.  

jueves, 24 de junio de 2010

volver la vida un sueño

Mi ciudad se volvió infinita. Las calles, incontable. Camino tal como corren los días, cargando un instrumento sin principio ni fin donde no puede tocarse ninguna música. En una ciudad demasiado grande, solo encuentro un amor demasiado bello, uno que no puedo amar.

Necesito teclas que empiecen y terminen, donde pueda tocar toda la música. Una ciudad que tenga un horizonte y entonces albergue solo las almas que allí tengan lugar. Un amor que este al final de mis ojos y pueda amar de infinitas maneras.

Y de vuelta el dedito golpeándome el hombro. Ese sueño que busca su lugar, ese lugar cerrado que soy yo, ese espacio que termina. Y entre esta orilla y la otra la vida se vuelve inmensa. Sólo ahí dónde cabe en una mano se hace infinita.

Volver la vida un sueño.

dos

Cuando cruzo la puerta del aeropuerto siento que la pesadez del calor del mar me da otra vez confianza. Tengo la necesidad de pelearme con los taxistas que a la salida ya hace tiempo que no admiten el regateo y se apilan todos bajo un pequeño toldo que en grandes letras establece que 230 pesos, ni un peso más, ni un peso menos, es lo que todos, sin chistar, tenemos que pagar. Por doscientos me sube uno. Le pregunto por un hotel que sea barato y que esté bien ubicado.

El me lleva hasta La Misión. Baja mi valija apurado y tirando de los billetes que tengo en la mano se sube rápido al auto como un fugitivo. La verdad es que no tengo tiempo de buscar uno más barato y solo me importa la ubicación. Quiero estar cerca de la ruta y del puerto. Lo de cerca de la ruta está claro, la playa vaya uno a saber a cuánto queda. Arrastro mi valija por la escalera. Tres pisos. La cama tiene sábanas blancas, qué alivio. Enseguida me cambio y salgo apurada hasta el mar sin mirar el resto del lugar. Seguramente es más de lo que esperaba encontrar.

Bajo hasta la recepción donde una mujer me pregunta insistente cuántas noches voy a quedarme. Yo no tengo la menor idea así que le dibujo en el aire un número cualquiera y salgo a la calle liviana. Camino por el malecón hasta el final. Los vendedores me persiguen, muchos de ellos, y para mi sorpresa, hablándome en inglés. No llevo dinero. Sigo rumbo a un grupo de gente un tanto apiñada en la playa, al final. En medio de un sin fin de parejas me siento lo suficientemente protegida como para dejar mis cosas y correr al agua. Tras un rato de flotar en medio de un montón de hombres que me tornan invisible decido que es tiempo de terminar mi libro. Solo veinte páginas de un final que se revela irremediable. El la va a dejar. Como un cobarde. Es que él se vuelve insignificante cada vez que ella lo atropella con su franqueza y con su cuerpo blanquísimo, joven y redondo. Bajo un sol que me marea lo veo correr como un chico a sacar otro boleto, cualquiera, el primer colectivo que salga. Siento cómo, sentado en ese asiento de la desvergüenza, se le frunce la cara contra el vidrio. Tan ensimismado el infeliz ni siquiera puede pensar en ella que al volver de comprar el agua para el viaje, se desarmará sobre su valija a llorar lágrimas de esas que encierran el desconsulo entero. Ella tampoco me simpatiza. La imagino desabrida y hasta algo inmune. En su condición de nórdica probablemente acumuló mucho calor en todos esos inviernos. Un olor archivado que se mezcla ahora con el jabón del hotel donde él ya ha decidido dejarla aún sin saberlo que lo hará hasta veinte páginas más tarde. Pero así y todo, sin ningún pliegue misterioso, desplegando un hedor incomprensible, blanco y nórdico, redonda y repleta de inviernos semestrales, quiero redimirla. Y a eso me dedico el resto de la tarde.

vida part-time

Escucho el ruido inconfundible del camión de la basura que frena en la esquina. Queda confirmada su presencia por el sonido que hace cuando compacta las bolsas de basura. Dos hombres allí abajo están trabajando. El camión se aleja y ellos corren trás él. Trato de imaginarlos ya de madrugada dejando su uniforme, saliendo de nuevo a la calle con esa luz eléctrica que un poco encandila cuando ya está amaneciendo. Y los imagino no tanto por lo interesante, aventurera o inverosímil que pueda imaginar la vida de alguien, sino más bien como una buena manera de detener el tiempo o tratar de empatizar, desde esta, la isla solitaria que soy, con el resto de la humanidad circundante. Dejar de pasar de largo y de prisa.

Gente que trabaja, que se emplea para gastar su sueldo en una vida que desconozco o abarrotarlo escondiendo billetes en algún libro viejo. Están por todas partes. Me los cruzo a cada rato. Veo al chino de mi cuadra salir al medio día por la puertita de la reja que cubre la entrada del mercadito y alejarse apurado con ese tranco rapidito y corto de zapato chico. No me queda duda que ahí nomás terminó de ser el almacenero de “el chino” y probablemente se siente en una pequeña mesa con su familia a tomar alguna sopa en un departamento céntrico que huele a indescifrables especies orientales. El mantel de la mesa es floreado, sin dudas.

Ese mismo medio día, en lo del dermatólogo que atiende en el tercero, la recepcionista apurada agarra su cartera y abrigo, y se despide de su compañera que llega a sentarse en la silla alta y giratoria adentrando con dedo índice la última miga que le queda en la comisura, esa del sándwich que compró abajo y deglutió en el ascensor. La que se va le señala las historias médicas que están apiladas sobre el escritorio. Le toca el próximo turno a Marcelo Sánchez, edad: 47, dirección: no figura ninguna; síntomas: excemas, comezón imposible; causas: camarones y recurrentes desamores. Marcelo también trabaja. Turno mañana, provincial número 6, Tres de Febrero, profesor de físico-química. Le toca cuidar el patio de doce y cuarto a una y media. Apenas toca el timbre, guarda las monedas para el bondi con las que viene jugando hace un buen rato, se acomoda el portafolio bajo el brazo y sale caminando erguido hacia delante. Otro trabajador que llega a su casa a ser simplemente Marcelo, nadie lo espera y la casa está oscura porque al salir no levantó las persianas.

A todos ellos los veo entrar o salir, o al menos imagino que pueden sentir ese olor a calle y transporte público que solo se siente cuando uno llega a casa después de trabajar.

Hay otros también, los trabajadores sin remedio, los siempre de turno, de asistencia perfecta, nunca enfermos, siempre uniformados. Entre ellos veo a un grupo de azafatas que arrastrando sus valijitas se saltean las colas de inmigración desde donde las estoy mirando. Salen todas impecables, con el pelo tenso y las polleras de tiro alto, los tacos y el rouge siempre intacto. Tengo serias dudas de que estas mujeres vayan a alguna otra parte donde les espere alguna otra vida. Sospecho que al salir por esa puerta vuelven a entrar por alguna otra pero sin dejar de ser nunca azafatas. Imaginarlas tomando un café en la mesa de al lado, descuidando su labor allá arriba, vistiendo cara lavada y zapatillas me cuesta bastante…

miércoles, 2 de junio de 2010

Uno

Recorro varias veces los tornillos que emparchan las alas hasta las turbinas que queman el paisaje allá abajo. Juraría que están apagadas si no fuese por el enorme rugido desvencijado que se filtra por la ventanilla garabateada desde donde puedo sentirlas. Me como todos los cacahuates que me ofrecen y los de el señor que junto a mí lleva las manos sudadas de agarrarse tan fuerte a los apoyabrazos. Parece querer sentarse más de la cuenta.

Me reconozco suspendida en el aire, bajo la aterradora conciencia de saberme a miles de metros de altura, envuelta en un traje de lata. Puedo sentir la pequeñez de mi existencia atada bajo un cinturón absolutamente inútil. Pero no estoy sola en esto. Formo parte de una humanidad insólita, la misma que se sumerge en los océanos o lucha contra el viento turbio de los desiertos y se lanza, de brazos y bruces abiertos desde un noveno piso –hasta una pileta-. Soy el ser humano que vive más allá de sí mismo, arrojado en un mundo con el que se enfrenta a cada instante, llevado por los sueños propios de un niño. Eso somos, una humanidad de pequeñas almas de astronautas y superhéroes. Me siento valiente por un rato y solo hasta el aterrizaje, en ese instante en que el avión rebota contra el suelo y frena con violencia.

Esperando que mi equipaje asome por la cinta siento la mirada insidiosa de un hombre que tomando de la mano a un niño me sigue. Se le escapa algo promiscuo por la comisura de los labios y tiene los párpados tensos, cargados de palabras obscenas que dispara alzando una y otra vez una ceja. Yo le mascullo un “¡qué miras!” acompañado de un latigazo de pera. Pero no hay caso. En vez de desalentarlo, mi enojo le arranca una sonrisa lasciva y entonces me mezclo rápido entre la gente.

río de piedra

Camino en una casa de silencios,
de naufragios
de palabras inconclusas.
Me aferro a sonidos
a manos secas.
Me alimento de desiertos
o me escondo,
cerrando los ojos,
del resto del mundo.

Qué es lo que voy a hacer,
voy a correr por la noche.
Mirando de cuando en cuando a las ramas
recortándose en un cielo
vacío de estrellas,
perdiéndome en el bosque de esos árboles
que de no abrazarse se sueñan
que se inventan
a través del claro.

En la arena clarea la luna.
luz seca y lúgubre,
opaca,
sedienta.
Veo ojos que encierran la vida entera
y también
también encierran toda la playa.
Algunos me dijeron que son solo granos de arena
pero yo los vi brillar miles de veces…

Del otro lado de la mañana
me espera la noche,
y esas sombras que duermen en los ojos,
que vigilan desde los pliegues de los párpados.
Sombras imborrables,
sombras como piedras
que duermen en el pecho.
Eso es,
el pecho vuelto un río de piedra.

cuento viejo

Antes las nubes de la noche descansaban sobre el pueblo buscando el calor de la gente. Pero ellas también se habían ido. Se fueron siguiendo a la gente, dejando la tierra bañada de grietas secas. Parecía que ya solo llovía tierra. O la gente se fue tratando de alcanzar a las nubes que huían dejando un frío irremediable, o tal vez fue al revez, ya no recuerdo.

El asunto es que mi patrón se había quedado. Yo era muy débil como para dejarlo y también me quedé. Desde que quedamos solos nunca más hablo. Jamás supe si era de pura indiferencia o porque ya entonces no tenía excusas para ofrecerme a cambio de mi compañía. Y sin embargo me quedé. Había pasado más de un año desde que el último vecino se había alejado sin despedirse.

Poco a poco fuimos refugiándonos cada vez más dentro de la casa. Desde mi ventana podía ver como se ocultaba la luna tras los cerros. Y cuando aquel pedazo de cielo se vaciaba de estrellas sentía como entraba esa luz algo fúnebre que tiene el amanecer. Durante el día solo se oía cómo avanzaba lentamente la noche, y finalmente otra vez las estrellas sobre el cielo negro. Dormía de noche o de día indistintamente. No podría decir que la vida era aburrida pues los días ya no se median con esos parámetros. Había simplemente días y más días, que no empezaban ni terminaban jamás. De nada valía contar las horas, y esperar el atardecer se había vuelto algo absurdo. Todo era un eterno tedio del que ninguno de los dos podríamos escapar, y en el permaneceríamos varios años. O al menos así estaba escrito.

Un amanecer se me ocurrió matar al viejo. Pero pronto desistí. Su ausencia no cambiaría en absoluto esta historia. Mejor era contener las ganas por el solo hecho de tener ganas de algo.

Pero pronto esas ganas también se apagaron. Fue entonces cuando decidí dejarme morir. Pero el otro no me dejaba. No mi patrón sino el otro. Él me había condenado a morir lentamente, agonizando sobre el suelo seco y había planeado ya varias páginas para semejante acontecimiento, bastante intrascendente claro: un peoncito bien muerto en una tierra desierta en la que nadie sabría de él jamás. Ya me había usado de soldado anónimo que moría en el primer párrafo de su obra anterior. Sus promesas de protagonismo me llevaron a interpretar este personaje esta vez. Pero seguía siendo un muerto cualquiera, un muerto sin nombre ni historia. No esperaba ser un héroe ni nada parecido. Pero al menos algún diálogo en el que se escuchara mi voz, ni siquiera eso. Desde el comienzo del cuento me condenaba a un pueblo fantasma del cual solo me libraría la muerte inevitable de la sequía. Tétrico. Me mantuvo mudo desde el principio. Yo solo pensaba sus pensamientos. Pero eso podía hacerlo el solito sin que yo estuviera ahí para nada. Daba igual si su interlocutor era yo o el viejo o la luna. Y entonces un día simplemente me di por muerto, justo ahí cuando yo quise.

Cuando desperté me colgaban unas trenzas largas y rubias. Enseguida me presentaron a uno vestido de conejo que sería mi amigo en un país maravilloso. Esto si que pintaba mucho mejor. Lo de las trenzas no me convenció mucho al principio pero poco a poco me fui acostumbrando...