miércoles, 2 de junio de 2010

Uno

Recorro varias veces los tornillos que emparchan las alas hasta las turbinas que queman el paisaje allá abajo. Juraría que están apagadas si no fuese por el enorme rugido desvencijado que se filtra por la ventanilla garabateada desde donde puedo sentirlas. Me como todos los cacahuates que me ofrecen y los de el señor que junto a mí lleva las manos sudadas de agarrarse tan fuerte a los apoyabrazos. Parece querer sentarse más de la cuenta.

Me reconozco suspendida en el aire, bajo la aterradora conciencia de saberme a miles de metros de altura, envuelta en un traje de lata. Puedo sentir la pequeñez de mi existencia atada bajo un cinturón absolutamente inútil. Pero no estoy sola en esto. Formo parte de una humanidad insólita, la misma que se sumerge en los océanos o lucha contra el viento turbio de los desiertos y se lanza, de brazos y bruces abiertos desde un noveno piso –hasta una pileta-. Soy el ser humano que vive más allá de sí mismo, arrojado en un mundo con el que se enfrenta a cada instante, llevado por los sueños propios de un niño. Eso somos, una humanidad de pequeñas almas de astronautas y superhéroes. Me siento valiente por un rato y solo hasta el aterrizaje, en ese instante en que el avión rebota contra el suelo y frena con violencia.

Esperando que mi equipaje asome por la cinta siento la mirada insidiosa de un hombre que tomando de la mano a un niño me sigue. Se le escapa algo promiscuo por la comisura de los labios y tiene los párpados tensos, cargados de palabras obscenas que dispara alzando una y otra vez una ceja. Yo le mascullo un “¡qué miras!” acompañado de un latigazo de pera. Pero no hay caso. En vez de desalentarlo, mi enojo le arranca una sonrisa lasciva y entonces me mezclo rápido entre la gente.

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