miércoles, 2 de junio de 2010

cuento viejo

Antes las nubes de la noche descansaban sobre el pueblo buscando el calor de la gente. Pero ellas también se habían ido. Se fueron siguiendo a la gente, dejando la tierra bañada de grietas secas. Parecía que ya solo llovía tierra. O la gente se fue tratando de alcanzar a las nubes que huían dejando un frío irremediable, o tal vez fue al revez, ya no recuerdo.

El asunto es que mi patrón se había quedado. Yo era muy débil como para dejarlo y también me quedé. Desde que quedamos solos nunca más hablo. Jamás supe si era de pura indiferencia o porque ya entonces no tenía excusas para ofrecerme a cambio de mi compañía. Y sin embargo me quedé. Había pasado más de un año desde que el último vecino se había alejado sin despedirse.

Poco a poco fuimos refugiándonos cada vez más dentro de la casa. Desde mi ventana podía ver como se ocultaba la luna tras los cerros. Y cuando aquel pedazo de cielo se vaciaba de estrellas sentía como entraba esa luz algo fúnebre que tiene el amanecer. Durante el día solo se oía cómo avanzaba lentamente la noche, y finalmente otra vez las estrellas sobre el cielo negro. Dormía de noche o de día indistintamente. No podría decir que la vida era aburrida pues los días ya no se median con esos parámetros. Había simplemente días y más días, que no empezaban ni terminaban jamás. De nada valía contar las horas, y esperar el atardecer se había vuelto algo absurdo. Todo era un eterno tedio del que ninguno de los dos podríamos escapar, y en el permaneceríamos varios años. O al menos así estaba escrito.

Un amanecer se me ocurrió matar al viejo. Pero pronto desistí. Su ausencia no cambiaría en absoluto esta historia. Mejor era contener las ganas por el solo hecho de tener ganas de algo.

Pero pronto esas ganas también se apagaron. Fue entonces cuando decidí dejarme morir. Pero el otro no me dejaba. No mi patrón sino el otro. Él me había condenado a morir lentamente, agonizando sobre el suelo seco y había planeado ya varias páginas para semejante acontecimiento, bastante intrascendente claro: un peoncito bien muerto en una tierra desierta en la que nadie sabría de él jamás. Ya me había usado de soldado anónimo que moría en el primer párrafo de su obra anterior. Sus promesas de protagonismo me llevaron a interpretar este personaje esta vez. Pero seguía siendo un muerto cualquiera, un muerto sin nombre ni historia. No esperaba ser un héroe ni nada parecido. Pero al menos algún diálogo en el que se escuchara mi voz, ni siquiera eso. Desde el comienzo del cuento me condenaba a un pueblo fantasma del cual solo me libraría la muerte inevitable de la sequía. Tétrico. Me mantuvo mudo desde el principio. Yo solo pensaba sus pensamientos. Pero eso podía hacerlo el solito sin que yo estuviera ahí para nada. Daba igual si su interlocutor era yo o el viejo o la luna. Y entonces un día simplemente me di por muerto, justo ahí cuando yo quise.

Cuando desperté me colgaban unas trenzas largas y rubias. Enseguida me presentaron a uno vestido de conejo que sería mi amigo en un país maravilloso. Esto si que pintaba mucho mejor. Lo de las trenzas no me convenció mucho al principio pero poco a poco me fui acostumbrando...

No hay comentarios:

Publicar un comentario