martes, 29 de junio de 2010

tres

    En las playas de Vallarta tienen la costumbre de llevar la gente volando por el aire. Atados a un parapente que se les incrusta en la entrepierna, persiguen a una lancha que da la misma vuelta por el mar unas cuantas veces al día. Desde la playa se puede observar las piernas rebalsantes de las turistas nórdicas que luchando con un arnés demasiado pequeño, no ven la hora de liberarse de esas tiras que les nublan los ojos cuando quisieran poder deleitarse con tan apretujado avistaje aéreo.
   Recorro el pueblo haciendo un reconocimiento del lugar como si fuera un barrio nuevo, tratando de ubicarme pronto para hacerlo mío. Paso junto a la catedral pero no entro. Quiero encontrar un bodegón que encierre todo lo mexicano que pueda haber. Los locales de comida se ofrecen todos muy turísticos. Me aventuro entonces con unos tacos que vende un carro en la calle. Esas tortillas y todas las consecuencias que puedan traer a mi cuerpo recién llegado son, sin duda, mi entrada de lleno a estas tierras aztecas.
   Antes de que me agarrare la lluvia vuelvo a mi hotel. Me quito el cansancio bajo una ducha helada. Sin comer, me quedo dormida apenas oscurece.  

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