jueves, 24 de junio de 2010

dos

Cuando cruzo la puerta del aeropuerto siento que la pesadez del calor del mar me da otra vez confianza. Tengo la necesidad de pelearme con los taxistas que a la salida ya hace tiempo que no admiten el regateo y se apilan todos bajo un pequeño toldo que en grandes letras establece que 230 pesos, ni un peso más, ni un peso menos, es lo que todos, sin chistar, tenemos que pagar. Por doscientos me sube uno. Le pregunto por un hotel que sea barato y que esté bien ubicado.

El me lleva hasta La Misión. Baja mi valija apurado y tirando de los billetes que tengo en la mano se sube rápido al auto como un fugitivo. La verdad es que no tengo tiempo de buscar uno más barato y solo me importa la ubicación. Quiero estar cerca de la ruta y del puerto. Lo de cerca de la ruta está claro, la playa vaya uno a saber a cuánto queda. Arrastro mi valija por la escalera. Tres pisos. La cama tiene sábanas blancas, qué alivio. Enseguida me cambio y salgo apurada hasta el mar sin mirar el resto del lugar. Seguramente es más de lo que esperaba encontrar.

Bajo hasta la recepción donde una mujer me pregunta insistente cuántas noches voy a quedarme. Yo no tengo la menor idea así que le dibujo en el aire un número cualquiera y salgo a la calle liviana. Camino por el malecón hasta el final. Los vendedores me persiguen, muchos de ellos, y para mi sorpresa, hablándome en inglés. No llevo dinero. Sigo rumbo a un grupo de gente un tanto apiñada en la playa, al final. En medio de un sin fin de parejas me siento lo suficientemente protegida como para dejar mis cosas y correr al agua. Tras un rato de flotar en medio de un montón de hombres que me tornan invisible decido que es tiempo de terminar mi libro. Solo veinte páginas de un final que se revela irremediable. El la va a dejar. Como un cobarde. Es que él se vuelve insignificante cada vez que ella lo atropella con su franqueza y con su cuerpo blanquísimo, joven y redondo. Bajo un sol que me marea lo veo correr como un chico a sacar otro boleto, cualquiera, el primer colectivo que salga. Siento cómo, sentado en ese asiento de la desvergüenza, se le frunce la cara contra el vidrio. Tan ensimismado el infeliz ni siquiera puede pensar en ella que al volver de comprar el agua para el viaje, se desarmará sobre su valija a llorar lágrimas de esas que encierran el desconsulo entero. Ella tampoco me simpatiza. La imagino desabrida y hasta algo inmune. En su condición de nórdica probablemente acumuló mucho calor en todos esos inviernos. Un olor archivado que se mezcla ahora con el jabón del hotel donde él ya ha decidido dejarla aún sin saberlo que lo hará hasta veinte páginas más tarde. Pero así y todo, sin ningún pliegue misterioso, desplegando un hedor incomprensible, blanco y nórdico, redonda y repleta de inviernos semestrales, quiero redimirla. Y a eso me dedico el resto de la tarde.

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