domingo, 25 de julio de 2010

siete

Es de día aún pero la noche comienza a apagarse en todo el pueblo. En la oscuridad de mi cuarto, donde escucho los gritos de los mexicanos que tengo por vecinos, espero a que la lluvia pare. Bajo como puedo hasta la recepción. Al parecer estos apagones son de lo más comunes. Las calles están oscuras de punta a punta. Y en ellas bajan ríos de agua turbia y taxis apurados. El hotel de al lado es el único iluminado y el ruido del enorme generador que lo mantiene despierto se escucha desde la puerta de mi hotel, donde el mozo de la mañana y yo vemos a una rata perderse por un agujero en la vereda. Cruzo la reja y salgo a la oscuridad de Vallarta, ahora algo más fresca y siempre cálida. Ya no llueve, al menos no de arriba.

martes, 13 de julio de 2010

seis

Vuelvo rápido al mar. La sequedad desaparece. El agua me atraviesa por completo. Me disuelve y me pierde en el reflejo que platea el mar. Entonces el agua deja de moverme. Soy yo la que me muevo y muevo ahora al mar entero. Lo arrastro conmigo y lo hundo en la arena bajo mis pies. Lo piso hasta que el mar, entero bajo mis dedos, me hace subir y me lanza por encima de las olas. El mar es un bosque de ramas que se abrazan en la desnudez más silenciosa. Naufraga e inconclusa me desarmo en la orilla. Busco un libro que traje, lo leo con descuido perdiéndome de tanto en tanto entre las olas.

Cuando el sol se abre rozando el mar, miro hacia Puerto Vallarta que escondida bajo la lluvia me observa y decido volver. Me voy alejando. No doy la vuelta ni una sola vez. Camino con paso cerrado, pisando fuerte la arena. Temo que aquello enturbie lo que ha de suceder después. Quizás la experiencia de saberse así, en la existencia, así nomás y sin remedio, solo se da una vez en la vida. ¿Acaso sería posible vivir solo existiendo? No lo creo. En ese instante debo haber muerto y debo haber despertado otra vez. Esta vez, en la mitad de un sueño.

Cuando bajo del camión compro un helado que no puedo comer porque junto en el instante en que salgo a la ruta, el cielo se desarma en esas gotas gordas de las lluvias caribeñas. Camino sin resguardo. Esta lluvia que me lava la sal seguramente esté lanzándose con los brazos estirados hasta bien adentro de la tierra. Camino lento, arrastrándome con el olor salado de la lluvia, hasta la ducha de mi cuarto donde el agua tibia se mezcla con la que no deja de abatirse afuera.

la mesa del desencuentro

No sabía mucho qué iba a decirle. La verdad es que quedó tan perpleja al darse cuenta de cuánto había olvidado apenas lo vio que cuando quiso esbozar algún sonido se quedó mirándolo, esperando que él desparramara ese silencio incómodo. Y así fue. En medio de una convulsión de palabras, donde cada una apuraba a la siguiente y la empujaba a un abismal enredo, él inició su relato. Ella seguía mirándolo, siguiendo el hilo por si él le hacía alguna pregunta repentina, recorriéndole mientras el cuello…. Es que le era tan familiar. Cuando él finalmente se detuvo ella corrió en busca de alguna idea y encontró alguna pregunta, poco audaz, pero estuvo bien. Mientras le miraba el seño y a la hermana la habían trasladado a no se que otra parte, le pescó una vez más ese hoyuelo justo abajo del ojo. Claro que la hermana tenía miedo de que se le pasara el arroz, pero si cuenta solo treinta y cuatro, y frunciendo la boca en un “que va a ser”, ella le recorrió la expresión hasta ver que su piel estaba libre de las marcas adolescentes de entonces. Lo vio más grande. Y cuando la puesta a punto en cuestiones familiares se iba agotando ella ya se sentía un tanto desvalida. Pues sentía que no eran sino dos fantasmas sentados uno junto al otro, sabiendo que esa noche se irían de allí arrastrándose como tales, que ese encuentro no cambiaría nada y entonces el temblequeo en la voz fue irremediable. Hubiese querido arremangarse el fantasma y hablarle pero se contuvo. Solo brotaron algunos espasmos equívocos donde escaseó un poco la franqueza. Quería poder salir y dejarlo allí para siempre, correr incansable. Pero ella era solo un fantasma, igual que él y entonces se encogió de hombros y se quedó, en medio de silencios de sonrisas nerviosas muy poco reconfortantes. No había caso, ella había ido en busca de amor, era un fantasma encantado que llevaba lo inconveniente y desmedido de su amor bajo un brazo. Era un fantasma desbordado de pasión y de desconsuelo también. En un adiós casi pueril se fue serpenteando por las calles. Enceguecida por las luces llevó su cuerpo inerme muy lejos de allí, a mil noches lejos de esa mesa del desencuentro, donde la ligereza de lo que estaba bien le acarició un poco el alma.

domingo, 11 de julio de 2010

cinco

Paso más de una hora flotando en el agua. Desde allí viajo hasta Puerto Escondido. A la mismísima bahía de Carrisalillo donde el Pacifico hace una pausa, desarma su violencia y parece volverse un poco más benévolo. Entre las plantas que enmarcan la arena hay una posada. Apoyado sobre la barra abierta a la playa veo un hombre, un extranjero latinizado de sal. Desde atrás de la barra sale un chico corriendo y tras él su madre con otro en los brazos. Casi irreconocible, mi nórdica desparrama la arena con sus pies descalzos, algo menos jóvenes, blancos y redondos, pero aún con paso franco y avasallante persiguiendo al niño. El los mira sin mirarlos, hundiéndose en el mar, con el codo sobre la barra, acomodándose para esperarlos a que vuelvan. Yo me acomodo cerca de la posada a esperar también.
Ya entrada la tarde, regresa seguida de esos pequeños albinos y se ríe fuerte al contarle una anécdota al hombre de piel salada y parafina. Su perfecto acento mejicano contrasta con sus labios finos y apenas rosados. El se ríe junto a ella, tirando de las manos de uno de los niños que le trepan por la espalda. Ella se desplaza liviana, ya sin miedo deja atrás esa noche que encadenaba su soñar. Vaciada de anhelos respira ahora este aire pesado que le adormece el recuerdo. La sé tan libre que no necesito ya contarle a nadie de su sonrisa fina y apretada, de sus niños rubísimos o del alemán de la barra que le corre el pelo de la frente sin escucharle ni una sola palabra. Mi nórdica, absuelta de lágrimas y mañanas agrias, se mezcla ahora con el olor picante que viene desde la cocina y con prisa pone sobre mi mesa de patas de arena, un par de quesadillas con frijoles.
Es en ese momento que, ya cansada de arrastrarme con las olas, siento un hambre infernal y corro hasta el puesto más cercano. La salsa de mi comida esta bien picante. No hay agua suficiente en toda esa playa para apagar el ardor de mi paladar. Pronto el ardor se convierte en una sed desmedida, de esas que ya no tienen remedio. El mozo se rie de mí con otro que está tras la barra. Es que mis ojos disparan lágrimas y mi boca luce una hinchazón descomunal.

miércoles, 7 de julio de 2010

cuatro

Temprano en la mañana, muy temprano siento ese sol tímido que anuncia que apenas amaneció. Es tan temprano que me visto con descuido para bajar rápido a tomar el desayuno. La recepcionista lleva unos pantalones blancos bien ajustados, unas plataformas altísimas y su barriga prensada bajo un cinturón con una enorme C. Toma un café con sus amigas en unas de las mesas junto a la recepción y, de vez en cuando, las tres me sonríen de pasada. Le pregunto al mozo por una buena playa mientras termina de acomodar los manteles floreados de hule sobre las mesitas que rodean la fuente de la planta baja. Al rato vuelve con mis tostadas y un mapa muy ajustado en el que se despliega la bahía. Me señala algunas muy cercanas, donde la música es buena y donde aparentemente él pasa la mayor parte de sus ratos libres. Yo le marco otras que están pasando el aeropuerto. Me indica dónde queda la parada del camión sin dejar de recomendarme la mermelada que es de fresa.
Le digo al chofer que voy hasta Nueva Vallarta, en busca de una buena playa y el asiente con indiferencia. Sentada a mitad del camión siento la ligereza de un día de vacaciones que se va haciendo a cada momento. El camión anda largo rato antes de que el chofer grite el nombre de mi destino. La playa es larga y algo angosta, fuertemente custodiada por grandes hoteles del tipo “all inclusive”. Empiezo a caminar por caminar, hasta cansarme y querer meterme al mar. Las sombrillas que bajo pequeñas palmeras hacen fila en la arena están vacías. Solo algunas están ocupadas por alguna pareja mayor y rubia. Quiero encontrar algún lugar donde vendan algo para tomar por si me agarra sed. Despliego mi pareo junto a una de las sombrillas de un complejo y me apuro hasta el mar. Hay algunas olas no muy grandes y el agua esta revuelta y tibia.

sobre máscaras y paracaídas

No sale de la cama sin antes acomodarse la máscara que se le desencajó un poco durante el sueño. En realidad como hoy no cree que va a salir de casa la deja apoyada con descuido sobre la mesa de luz. Se lava los ojos tristes y también los dientes. Deambula pesado por la casa, arrastrando los pies y el ánimo y todo un paracaídas aplastado de ilusiones e ideas maravillosas. Suena el timbre. ¿Quién será? Corre con sus pasos que suenan fuerte sobre el piso que a duras penas lo aguanta hasta la mesa de luz donde dejó la máscara. Se la acomoda ya de memoria y baja a abrir. Y siempre esas ganas de volver a la soledad de la cara lavada, donde sale lo real, todo eso que apretuja en sonrisas ajustadas y se le escapa en chistes poco atinados o más bien muy poco graciosos. Es que la máscara nunca calza del todo, el elástico que te corta al medio las orejas, los agujeros de los ojos despeinándote las pestañas y mostrándote un mundo imposible, Qué decir del calor de la cara aplastada contra el plástico, como para no querer volver corriendo a casa y no ponérsela por varios días. Y solo en la soledad más sola, a veces canta sin darse cuenta, se sacude lo gris dando algunos saltos y crea con sus ojos una imagen más amable de esta realidad a la que solo asoma disfrazando la angustia. Justo hoy encontró una de esas narices con anteojos y bigote incorporados, para variar un poco nomás.

viernes, 2 de julio de 2010