miércoles, 7 de julio de 2010

cuatro

Temprano en la mañana, muy temprano siento ese sol tímido que anuncia que apenas amaneció. Es tan temprano que me visto con descuido para bajar rápido a tomar el desayuno. La recepcionista lleva unos pantalones blancos bien ajustados, unas plataformas altísimas y su barriga prensada bajo un cinturón con una enorme C. Toma un café con sus amigas en unas de las mesas junto a la recepción y, de vez en cuando, las tres me sonríen de pasada. Le pregunto al mozo por una buena playa mientras termina de acomodar los manteles floreados de hule sobre las mesitas que rodean la fuente de la planta baja. Al rato vuelve con mis tostadas y un mapa muy ajustado en el que se despliega la bahía. Me señala algunas muy cercanas, donde la música es buena y donde aparentemente él pasa la mayor parte de sus ratos libres. Yo le marco otras que están pasando el aeropuerto. Me indica dónde queda la parada del camión sin dejar de recomendarme la mermelada que es de fresa.
Le digo al chofer que voy hasta Nueva Vallarta, en busca de una buena playa y el asiente con indiferencia. Sentada a mitad del camión siento la ligereza de un día de vacaciones que se va haciendo a cada momento. El camión anda largo rato antes de que el chofer grite el nombre de mi destino. La playa es larga y algo angosta, fuertemente custodiada por grandes hoteles del tipo “all inclusive”. Empiezo a caminar por caminar, hasta cansarme y querer meterme al mar. Las sombrillas que bajo pequeñas palmeras hacen fila en la arena están vacías. Solo algunas están ocupadas por alguna pareja mayor y rubia. Quiero encontrar algún lugar donde vendan algo para tomar por si me agarra sed. Despliego mi pareo junto a una de las sombrillas de un complejo y me apuro hasta el mar. Hay algunas olas no muy grandes y el agua esta revuelta y tibia.

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