martes, 13 de julio de 2010

seis

Vuelvo rápido al mar. La sequedad desaparece. El agua me atraviesa por completo. Me disuelve y me pierde en el reflejo que platea el mar. Entonces el agua deja de moverme. Soy yo la que me muevo y muevo ahora al mar entero. Lo arrastro conmigo y lo hundo en la arena bajo mis pies. Lo piso hasta que el mar, entero bajo mis dedos, me hace subir y me lanza por encima de las olas. El mar es un bosque de ramas que se abrazan en la desnudez más silenciosa. Naufraga e inconclusa me desarmo en la orilla. Busco un libro que traje, lo leo con descuido perdiéndome de tanto en tanto entre las olas.

Cuando el sol se abre rozando el mar, miro hacia Puerto Vallarta que escondida bajo la lluvia me observa y decido volver. Me voy alejando. No doy la vuelta ni una sola vez. Camino con paso cerrado, pisando fuerte la arena. Temo que aquello enturbie lo que ha de suceder después. Quizás la experiencia de saberse así, en la existencia, así nomás y sin remedio, solo se da una vez en la vida. ¿Acaso sería posible vivir solo existiendo? No lo creo. En ese instante debo haber muerto y debo haber despertado otra vez. Esta vez, en la mitad de un sueño.

Cuando bajo del camión compro un helado que no puedo comer porque junto en el instante en que salgo a la ruta, el cielo se desarma en esas gotas gordas de las lluvias caribeñas. Camino sin resguardo. Esta lluvia que me lava la sal seguramente esté lanzándose con los brazos estirados hasta bien adentro de la tierra. Camino lento, arrastrándome con el olor salado de la lluvia, hasta la ducha de mi cuarto donde el agua tibia se mezcla con la que no deja de abatirse afuera.

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