domingo, 11 de julio de 2010

cinco

Paso más de una hora flotando en el agua. Desde allí viajo hasta Puerto Escondido. A la mismísima bahía de Carrisalillo donde el Pacifico hace una pausa, desarma su violencia y parece volverse un poco más benévolo. Entre las plantas que enmarcan la arena hay una posada. Apoyado sobre la barra abierta a la playa veo un hombre, un extranjero latinizado de sal. Desde atrás de la barra sale un chico corriendo y tras él su madre con otro en los brazos. Casi irreconocible, mi nórdica desparrama la arena con sus pies descalzos, algo menos jóvenes, blancos y redondos, pero aún con paso franco y avasallante persiguiendo al niño. El los mira sin mirarlos, hundiéndose en el mar, con el codo sobre la barra, acomodándose para esperarlos a que vuelvan. Yo me acomodo cerca de la posada a esperar también.
Ya entrada la tarde, regresa seguida de esos pequeños albinos y se ríe fuerte al contarle una anécdota al hombre de piel salada y parafina. Su perfecto acento mejicano contrasta con sus labios finos y apenas rosados. El se ríe junto a ella, tirando de las manos de uno de los niños que le trepan por la espalda. Ella se desplaza liviana, ya sin miedo deja atrás esa noche que encadenaba su soñar. Vaciada de anhelos respira ahora este aire pesado que le adormece el recuerdo. La sé tan libre que no necesito ya contarle a nadie de su sonrisa fina y apretada, de sus niños rubísimos o del alemán de la barra que le corre el pelo de la frente sin escucharle ni una sola palabra. Mi nórdica, absuelta de lágrimas y mañanas agrias, se mezcla ahora con el olor picante que viene desde la cocina y con prisa pone sobre mi mesa de patas de arena, un par de quesadillas con frijoles.
Es en ese momento que, ya cansada de arrastrarme con las olas, siento un hambre infernal y corro hasta el puesto más cercano. La salsa de mi comida esta bien picante. No hay agua suficiente en toda esa playa para apagar el ardor de mi paladar. Pronto el ardor se convierte en una sed desmedida, de esas que ya no tienen remedio. El mozo se rie de mí con otro que está tras la barra. Es que mis ojos disparan lágrimas y mi boca luce una hinchazón descomunal.

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