martes, 13 de julio de 2010

la mesa del desencuentro

No sabía mucho qué iba a decirle. La verdad es que quedó tan perpleja al darse cuenta de cuánto había olvidado apenas lo vio que cuando quiso esbozar algún sonido se quedó mirándolo, esperando que él desparramara ese silencio incómodo. Y así fue. En medio de una convulsión de palabras, donde cada una apuraba a la siguiente y la empujaba a un abismal enredo, él inició su relato. Ella seguía mirándolo, siguiendo el hilo por si él le hacía alguna pregunta repentina, recorriéndole mientras el cuello…. Es que le era tan familiar. Cuando él finalmente se detuvo ella corrió en busca de alguna idea y encontró alguna pregunta, poco audaz, pero estuvo bien. Mientras le miraba el seño y a la hermana la habían trasladado a no se que otra parte, le pescó una vez más ese hoyuelo justo abajo del ojo. Claro que la hermana tenía miedo de que se le pasara el arroz, pero si cuenta solo treinta y cuatro, y frunciendo la boca en un “que va a ser”, ella le recorrió la expresión hasta ver que su piel estaba libre de las marcas adolescentes de entonces. Lo vio más grande. Y cuando la puesta a punto en cuestiones familiares se iba agotando ella ya se sentía un tanto desvalida. Pues sentía que no eran sino dos fantasmas sentados uno junto al otro, sabiendo que esa noche se irían de allí arrastrándose como tales, que ese encuentro no cambiaría nada y entonces el temblequeo en la voz fue irremediable. Hubiese querido arremangarse el fantasma y hablarle pero se contuvo. Solo brotaron algunos espasmos equívocos donde escaseó un poco la franqueza. Quería poder salir y dejarlo allí para siempre, correr incansable. Pero ella era solo un fantasma, igual que él y entonces se encogió de hombros y se quedó, en medio de silencios de sonrisas nerviosas muy poco reconfortantes. No había caso, ella había ido en busca de amor, era un fantasma encantado que llevaba lo inconveniente y desmedido de su amor bajo un brazo. Era un fantasma desbordado de pasión y de desconsuelo también. En un adiós casi pueril se fue serpenteando por las calles. Enceguecida por las luces llevó su cuerpo inerme muy lejos de allí, a mil noches lejos de esa mesa del desencuentro, donde la ligereza de lo que estaba bien le acarició un poco el alma.

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