lunes, 6 de junio de 2011

el miedo más grande

Ese miedo, el más grande, es el miedo a dejar de pensar. Nada nos da más miedo que frenar, aunque sea por un instante, la maquinaria elucubrante que cargamos sobre los hombros. Y cuando hablo de frenar hablo sencillamente de frenar. Distinto de encubrir ese mecanismo desbocado bajo un montón de actividades que nos echamos encima para simplemente distraernos mientras la cabeza, por debajo y en la oscuridad sigue enredando ideas y sus sombras. Creemos que ese trabajo ininterrumpido del intelecto nos vuelve agudos, nos mantiene alertas. Pero si algo no ha de detenerse nunca, logrando una uniformidad casi perfecta, difícilmente pueda dar lugar a algún atisbo de creatividad. Probablemente estemos siempre repitiendo lo mismo pero como nunca es posible salirnos de nosotros mismos (siendo nosotros mismos aquí el equivalente de un gran cerebro sostenido por sí mismo, ya que al cuerpo lo perdimos por el camino, hace un tiempo largo), ni siquiera nos estamos dando cuenta de nuestra condición tan redundante y aburrida. Más escalofriante aún, tampoco podemos reconocer la repetición en el pensamiento y las reacciones concomitantes de la gente que nos rodeas. Somos eso, un mundo que derrocha fastidio sin ningún tipo de vergüenza.
Pienso, luego existo. Esa fue la frase que sepultó de un zarpazo toda la insolencia, la singularidad y la frescura de la que era capaz el intelecto humano. Se lo ubicó por encima del hombre, hasta por encima de su existencia, se lo deshumanizó y así se transformó en un órgano enfermo y desbordado. Soy lo que pienso se repetía entonces el hombre, ciego y porfiado. Y eso le trajo todo tipo de tristezas nuevas. Tristezas que intentaba menguar a fuerza de nuevos pensamientos que poco tenían de refrescantes y que solo venían a fortalecer esta trágica identificación entre el ser y el pensar. Gracias a la reproductibilidad desenfrenada de la era de la ciencia y la técnica, los pensamientos ya no cabían en las cabezas de los hombres y entonces empezaron a deslizarse por los hombros de la gente, saltando desde las orejas. Es que allá arriba estaban todos repetidos, eran siempre iguales pero crecían en número. Empezaron a andar por sí mismos, primero algo tímidos. Los que no lograban salir probablemente se fueron a alojar en algún otro órgano del cuerpo. Si uno mira entrecerrando los ojos quizás pueda verlos a los empujones entre la gente en la calle, agarrados de la baranda del subte y hasta esperando su turno en algún consultorio oftalmológico (la mayoría lleva los párpados sorprendentemente abultados y la presbicia pisoteándoles el horizonte) Tienen sueños exiguos y la sonrisa ceñida, muy apretadita.
El saldo, cada vez más gente con los órganos repletos de pensamientos enquilosados y un problema demográfico alarmante, debido al crecimiento licencioso de cabezas fantasmagóricas y pensamientos errantes.
Dejar de pensar se vuelve inconcebible para quien depende de sus pensamientos para existir. Si no pienso, luego dejo de ser Juan, Martín o Claudia. Esta certeza la guardamos en el bolsillo del pijama, y justo después de lavarnos los dientes a la mañana la guardamos de un saque debajo de la solapa de nuestro saco, para volver a colgárnosla al cuello cuando entramos en la oficina y nos sacudimos el abrigo. La llevamos a todas partes, siempre pegada a nosotros. Ante todo, pensar como un enajenado (de lo contrario, echarse un clavado al vacío) Así justificamos las conjeturas más imprudentes a las que llega nuestra cabeza después de una jornada completa en que piensa sin respiro a fuerza de no liquidarnos, a fuerza de mantenernos en la existencia. Pero si por un momento me animase a dejar pensar, reconocería de inmediato que no he dejado de existir. De hecho, no estaría tampoco menos viva o me convertiría en un ser menos inteligente. No es que pienso, y gracias a esa actividad realizada por una sola parte de mí, entonces me reconozco como algo que existe. Si puedo sentir mi existencia (sí, sentirla) es porque esta no depende del pensamiento sino a la inversa. Soy (ante todo) y además pienso. Las sensaciones no se reproducen, no se repiten necias, no me ahogan. Me devuelven a mí, a eso que hace que yo siga existiendo, ya sea que este pensando, nadando o riéndo insensata, solo porque sí. Qué sea eso que subyace a mis pensamientos y sensaciones ya es otra cuestión (o por lo menos no cabe por gordota en este párrafo ya larguísimo) Puede ser eso que llaman conciencia, alma, espíritu, substancia. A mi me gusta llamarlo vida. Esa que es mía pero que también es parte de algo más grande porque está por todas partes, misteriosa e inasequible (sobretodo con la cabeza)

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